«No se preocupe señora, por mucho que estén expuestos a contenidos
multimediales violentos, sus hijos no corren el peligro de convertirse en
chulos, gamberros o criminales. Por muchas horas que pasen frente a la
televisión o la consola, de hecho, sus hijos están a salvo. Está probado
estadísticamente».

Y entonces la madre que, frente a la perentoriedad adverbial de la enésima estadística
que se convierte en prueba, estará más tranquila dejando que sus hijos
jueguen a su aire con el último videojuego de guerra recién comprado o,
paradojas de las nuevas formas de entretenimiento que personalmente me
cuesta entender, se metan en YouTube para asistir a horas y horas de
partidas jugadas por un chico como él comentando, divertido, sus hazañas al
volante de un coche todopoderoso.

Y entonces el padre que, frente a la insistencia del hijo ya aburrido por
ser un mero espectador de las partidas de los demás, cederá y al final le
comprará el videojuego. Y esto en consonancia con «los resultados del
estudio [que] demuestran que el consumo de violencia mediática no predice
un incremento de los indicadores de violencia social». Esta es la respuesta
dada por el Doctor Christofer J. Ferguson, del Departamento de Psicología
de la Universidad de Stetson en Florida, a la pregunta que titula su
artículo

Does Media Violence Predict Societal Violence? (¿La violencia en los
medios predice la violencia en la sociedad?)

que apareció este año en el Journal of Communication.

Sin embargo, y para ser honestos, un esbozo de respuesta aparece ya en el
título que, tras el punto de interrogación, enuncia: « It Depends on What You Look at and When», depende de lo que se
mire y cuándo. Una respuesta con una clara intención genérica, finalizada a
cautivar el lector y arrastrarlo hacia la lectura de su ensayo: la enésima
gota en la mar de los estudios académicos que respectivamente incriminan y
absuelven las películas y videojuegos violentos respecto a los efectos que
estos tienen o tendrían sobre el comportamiento humano. Se trata de un
debate que desde hace años divide la comunidad científica y, por
consiguiente, la opinión pública, puesto que, en las palabras del mismo
Ferguson, «no existe un consenso entre los investigadores sobre el impacto
ejercido por la violencia mediática». La gran heterogeneidad de los
resultados de los estudios, muchos de los cuales son pasados en reseña por
Ferguson, si por un lado es remitida a la de los métodos de investigación
adoptados, por el otro parece avalar un posicionamiento relativista del
mismo autor: depende de qué cosa se mire y cuándo. Y al respecto
coincidimos perfectamente con él. Entonces, con mucho interés nos
adentramos hacia el descubrimiento de sus «qué cosa» y de sus «cuándo»,
bien confiados en toparnos con un estudio experimental de caso –esto es,
circunscrito en el tiempo, en el espacio y con respecto al objeto
estudiado– y, justo por esto, sin ninguna pretensión de universalidad.

Se trata de una investigación que consta de dos estudios centrados en la
relación entre la violencia social yla que está presente en las películas y
en los videojuegos, respectivamente.

Partamos con el primero.

Después de las primeras tres líneas del apartado relativo a la metodología
de investigación ya nos topamos con la primera sorpresa: el «cuándo». El
lapso de tiempo al que se refiere el estudio abarca un periodo de 85 años
(1920 – 2005) dentro del cual, con intervalos regulares de 5 años, han sido
seleccionadas las 90 películas más vistas por el público estadounidense.
Luego, cada una de ellas ha sido clasificada según el nivel violencia
promedio con intervalos de clasificación de un minuto respecto a la
duración total de la película. Con esto ya no cabe la menor duda sobre el
corte sustancialmente estadístico de la investigación, el tipo de
resultados y la forma en la que estos serán presentados. Sin explayarnos en
los detalles inherentes a la clasificación de las películas examinadas, nos
limitaremos a señalar que la tasa de variabilidad de los contenidos
violentos ha sido luego dibujada con una curva dentro de un eje cartesiano
que nos permite observar gráficamente su curso en el periodo de tiempo
considerado. Después, en el mismo gráfico, ha sido trazada otra curva que
se refiere a la violencia social calculada según la variabilidad de los
siguientes parámetros: la tasa de asesinatos obtenida del Departamento de
Justicia de los Estados Unidos (por tanto se trata solamente de los
homicidios efectivamente denunciados), la renta promedia por familia, el
número de unidades de policía empleadas en esos 85 años, la densidad de
población, la proporción de la población joven con menos de 24 años y el
producto interno bruto del país.

Como era previsible, en el análisis de los resultados –basados en las
trayectorias más o menos divergentes entre las dos curvas– Ferguson destaca
que «los elementos visuales violentos en las películas han seguido una
tendencia caracterizada por una liberalización constante, en particular en
la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, es interesante subrayar que
dicha trayectoria no está relacionada con los indicadores de violencia
social. [No obstante], la frecuencia de contenidos cinematográficos
violentos sí
resulta tener una cierta correspondencia con la violencia social en lo que
atañe a los asesinatos». Y, visto lo anterior, concluye apuntando que «el
tentativo de establecer una conexión causal entre violencia cinematográfica
y social por lo que concierne las décadas examinadas representa una
falsedad ecológica».

Con una cierta decepción y ese amargor típico de las expectativas
frustradas nos adentramos en la lectura del segundo caso de estudio: los
videojuegos. Sin duda un tema que toca mucho más de cerca la vida de
nuestros hijos. Sin embargo, aquí también la elección del método sigue
siendo más o menos la misma, así como, a nuestro parecer, la criticidad de
algunos aspectos. Entre ellos, el cómputo del consumo promedio de
videojuegos violentos en el lapso de 15 años que delimita el estudio (1996
– 2011) que ha sido calculado de acuerdo con los datos procedentes de la Entertainment Software Administration y, por tanto, medido en
términos de unidades vendidas, es decir, sin tener en cuenta los
videojuegos para dispositivos móviles, redes sociales, aquellos comerciales
muy difundidos en la web y, sobre todo, ignorando el alcance del mercado
negro de las copias pirateadas. En lo que atañe a la violencia social, en
cambio, aquí también los datos han sido obtenidos desde un sitio
gobernativo (www.childmstats.org
), con lo cual se refieren exclusivamente a episodios de homicidio,
violación y robo que han sido efectivamente denunciados a las autoridades.
El veredicto del gráfico es incuestionable: mientras en el transcurso de 15
años el consumo de videojuegos violentos ha aumentado de forma exponencial,
los episodios de violencia entre jóvenes de edad comprendida entre 12 y 17
años han sufrido un curso decreciente y, por lo tanto, «el consumo de
videojuegos violentos en la sociedad está relacionado inversamente
con la violencia juvenil».

Según Ferguson los resultados de estos estudios deberían animarnos a
considerar que la influencia ejercida por un contenido mediático en
concreto depende mucho más de lo que cada consumidor está buscando a través
de aquella experiencia –o sea, de su motivación– más que del contenido en
sí. Pues la motivación determina lo que uno elige mirar, mientras los
contenidos, por muy éticamente cuestionables que sean, pueden ejercer
influencias muy variadas de un individuo a otro. Si sobre esto, a grandes
rasgos, podemos coincidir con Ferguson, (más adelante explicaremos el
porqué), disentimos del todo cuando, al retomar de forma muy singular la
Teoría de las actividades rutinarias formulada en los años ’80 en ámbito
criminológico por Felson y Cohen, afirma que «cualquiera que sea el impacto
ejercido por la violencia mediática sobre el humor o la motivación, el
simple entretenimiento que experimenta el sujeto en el acto de mirar una
película o jugar con videojuegos violentos,

hace que este esté ocupado, así quitándole la posibilidad de hacerle
daño al prójimo y, por tanto, reduce los episodios de violencia
criminal

» (cursivas nuestras).

Si es razonable evitar establecer un nexo causal único y directo entre el
consumo de películas y videojuegos violentos con los episodios de violencia
social, así como compartimos el hecho de considerar al sujeto como un
agente activo y no como un mero contenedor acéfalo de estímulos
multimediales, de la misma forma consideramos demasiado simplista llegar a
creer que una de las causas de reducción de la criminalidad pueda ser que
las personas estén gastando su tiempo en buscar, desencovar y matar
virtualmente a sus víctimas.

A parte de las limitaciones metodológicas de la investigación y la
frustración que nos causa leer a un psicólogo que más que de clínica,
estudios de caso y métodos experimentales cualitativos nos habla de
estadística, ¿qué hallazgos útiles o estímulos podemos encontrar en la
lectura de este artículo? ¿Qué respuestas les podemos dar a esos padres que
diariamente han de lidiar con las peticiones de sus hijos, en particular
con respecto al uso de los videojuegos violentos? ¿Cómo podemos interceptar
las preocupaciones de aquellos que no se conforman con la perentoriedad de
un «está probado estadísticamente»? En definitiva, ¿cómo podemos traducir
una serie de reflexiones teóricas en sugerencias educativas?

Lejos de querer condenar a priori los estudios estadísticos y sus
resultados, que en ocasiones contribuyen a comprender el alcance de los
problemas sociales, es claro que no son suficientes como para obtener de
ellos juicios de tipo ético. En primer lugar porque, como advierte la misma
ciencia estadística, las correlaciones entre fenómenos no conllevan la
existencia de una casualidad. Es obvio que el lector bisoño lee causa en lugar de correlación, así como es cierto que, a
veces, los divulgadores de los resultados tienden a no hacer hincapié en
capciosidades metodológicas, que tornarían farragosa la lectura, sino en
las posibles indicaciones que proceden de los resultados.

En fin, no hay que olvidar que las estadísticas, por muy neutras que puedan
parecer o que presuman ser, a la par de cualquier otro dispositivo usado
para fotografiar una realidad determinada, son simultáneamente un arma
retórica –cuando no ideológica– de construcción social de la realidad
misma. Visto todo lo anterior y a modo de conclusión, es preciso destacar
que consideramos restrictivo estudiar cuantitativamente la «violencia de un
discurso» sin entrar en los méritos del discurso y de las prácticas que lo legitiman, lo cual siempre requiere la
aplicación de un método de investigación cualitativo, puesto que el modo de representar la violencia dentro de un discurso puede llegar
incluso a neutralizar su impacto, y viceversa.

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