La figura del padre entre dos obras de arte generacionales: Matar a un
ruiseñor

(To kill a mockingbird) y El árbol de la vida (The tree of life)

Hay obras de la literatura o del cine que, además de ser imperecederas,
retratan el o los problemas más agudos de una generación.
Este es el caso, a mi juicio, de Matar a un ruiseñor publicada en
1960, primera y única novela de Harper Lee, galardonada con el
premio Pulitzer, y después adaptada magníficamente al cine con el homónimo
título y con una caracterización tan convincente de Atticus por
parte de Gregory Peck que la Academia de Hollywood le concedió el Oscar ese
año.

Y los es también El árbol de la vida, film producido cincuenta
años después por Terrence Malick, cuando están a la vista los efectos de la
revolución sexual y de la ideología del género en la comprensión vital de
una de las experiencias y relaciones fundantes de la identidad personal, la
paternidad.

Que la paternidad esté comprometida en la cultura actual, tanto en la vida
como en el arte que la refleja como un espejo más o menos deformado y
deformante, es un hecho. Que el arte vaya más allá de la vida, a veces
morbosamente sin dar soluciones ni abrir puertas a la esperanza, es otro
hecho del que hemos hablado en nuestro portal a raíz de un estudio sobre la
imagen de la paternidad en la prensa italiana: “la crisis actual de la
paternidad emerge de forma evidente a través del tenor negativo
continuamente atribuido al padre en las diferentes producciones artísticas”
(Studnicki)

Que algunos artistas nos ofrezcan, de vez en cuando, luz para comprendernos
mejor y entender mejor el mundo que vivimos es otro hecho que, por fortuna,
no cesará de producirse mientras el hombre sea hombre. Ciertamente esa luz,
aunque accesible a todos, hay que buscarla y usar las gafas adecuadas para
percibirla, que no son de tres dimensiones.

He seleccionado estas dos obras maestras, que recomiendo encarecidamente a
nuestros lectores, porque son epocales respecto al tema de la paternidad.
Presento las dos, con algunas indicaciones de lectura o de visión.

Matar a un ruiseñor

La historia cuenta cómo Atticus Finch, un abogado viudo en un pueblo de
Maycomb County (Alabama) dividido por el racismo durante los años 30,
accede a defender a un joven de color acusado de violar a una mujer blanca.
Buena parte de los habitantes del pueblo tratan de convencer a Atticus de
que renuncie al caso, pero él decide continuar.

El tema aparente es la denuncia del racismo combatido con la sola fuerza de
la conciencia de un abogado honesto, muy normal, sereno, y solo, que si
bien no consigue salvar al inocente, consigue despertar las conciencias
adormecidas de sus conciudadanos y, sobre todo, sembrar la semilla de un
modo de ver la vida en sus dos hijos, en particular en su traviesa y vivaz
hija de 9 años, Scout, que es la narradora y el punto de vista “infantil”
de la novela. «Atticus Finch no hacía nada que pudiera despertar
la admiración de nadie: no cazaba, no jugaba al póker, no pescaba, no
bebía, no fumaba… Se sentaba y leía». Así describía Harper Lee -en boca
de la hija- al protagonista de su celebrada novela.

El contraste entre la tensión del conflicto racial que atraviesa la vida
cotidiana del pueblo -y también la vida de los protagonistas- y la cándida
visión infantil de ese mundo contado a través de los ojos de Scout, la
niña, es narrativamente casi insuperable. Harper Lee escribió una sola
novela. Vivir para esta única obra ha valido la pena.

Los dos niños, mientras juegan en la vecindad y acuden a la escuela
municipal, van descubriendo y refiriendo el mundo de los adultos con las
perplejidades que los conflictos latentes, las injusticias cronificadas en
costumbres sociales y el dolor o la soledad se van abriendo ante sus ojos
en la aparente normalidad de la vida “pacífica” de un ambiente rural. Su
padre no interfiere en sus juegos, no da instrucciones ni les sermonea.
Interviene poco y solo cuando es necesario. Pero sus intervenciones, y
sobre todo su actuación, marcan indeleblemente criterios del vivir recto en
los niños, tanto para los grandes y como para los pequeños dilemas de la
vida y de las relaciones humanas. Por ejemplo, parece ajeno a los
comentarios y a los juegos de sus hijos, distraído en su lectura nocturna
del periódico tras la cena. Sin embargo, sus ocasionales comentarios que
aclaran, explican o corrigen, casi di soslayo, les asegura de su presencia,
de que les escucha, de que está ahí para darles seguridad.

Ese es el rol del padre, de la paternidad, tan necesario para la
configuración armónica de la identidad personal que va formándose
progresivamente. La novela está escrita en el año 60, y ambientada en los
años 30. Había entonces, como siempre, padres indignos. El verdadero autor
de la violación de su propria hija, que acusa injustamente al negro
defendido por Atticus, para ocultar su abuso, es un buen ejemplo. Lo que no
se ponía en discusión entonces, es la idea, el ideal de la paternidad.

Cuando la niña, harta de las burlas de sus compañeros de escuela por la
decisión de su padre de “meterse en líos” contra la opinión de todos, pide
a éste que transija y no defienda al negro, Atticus Finch, su padre, le
responde calmo: “No deseo enemistarme con nadie, Scout, pero la primera
persona con la que tengo que convivir es conmigo mismo”. He aquí una
enseñanza al alcance de los 8 años de Scout sobre la dignidad de la
conciencia, términos –dignidad y conciencia- demasiado abstrusos para un
niño, pero cuyo significado puede ya entender.

El panorama social y cultural ha cambiado. No es necesario detallarlo:
mamás por elección, madres por subrogación, padres homosexuales que
encargan sus hijos, hijos de probeta… y las variantes continúan
multiplicándose. Los problemas de toda índole que esto plantea lo describe
muy bien Elizabeth Marquardt en

¿Un padre o cinco? Una mirada global a las nuevas familias
intencionales,

y lo resume certeramente Aceprensa 85/11 (23 noviembre 2011). En
definitiva, la cultura de la sospecha (Nieztche y Freud) mataron a Dios y,
de consecuencia, mataron al padre. No es de extrañar que Terrence Malick,
un autor de vanguardia, que no se exhibe y que hace pocos films y de gran
calidad, haya hecho un film sobre la paternidad de Dios, origen de toda
paternidad, para recuperar la figura del padre. Para él, y para todos
seguramente, no hay atajos.

El árbol de la vida

La película de Terrence Malick que ganó la Palma de Oro en Cannes en el
2011, además de otros premios consagrados de la crítica cinematográfica, no
es un film sencillo. A muchos ha fascinado su poesía visual y la belleza de
la música. Muchos también se han decepcionado o no la han comprendido.
Recomiendo verla dos veces al menos o, en su defecto, quizás leer antes a
Enrique Fuster: “Diez claves para entender The tree of life” ( www.sombraschinescas.com),
para comprender la compleja estructura narrativa y no perderse en la
primera visión del film.

La sinopsis del film es ésta: En los Estados Unidos de los años 50, Jack
(Hunter McCracken) es un niño que vive con sus hermanos y sus padres.
Mientras que su madre, la señora O’Brien (Jessica Chastain) encarna el amor
y la ternura, su padre (Brad Pitt) representa la severidad, pues la cree
necesaria para enseñarle al niño a enfrentarse a un mundo hostil. Ese
proceso de formación se extiende desde la niñez hasta la edad adulta. Es
entonces cuando Jack (Sean Penn) evoca los momentos trascendentes de su
infancia y trata de comprender qué influencia tuvieron sobre él y hasta qué
punto determinaron su vida.

Sobre este aparentemente sencillo entramado, “pocas veces el cine ha
hablado de Dios, de paternidad, de maternidad, de filiación, de hermandad,
de matrimonio, de libertad, de pecado, de gracia, de perdón, del misterio
del dolor, con la capacidad de sugerencia de esta película, que
evidentemente es mucho más que una reflexión abstracta y desapasionada y
tiene mucho de experiencia personal”, dice Alberto Fijo (

http://www.filasiete.com/criticas/el-arbol-de-la-vida

).

Así queda claro desde el inicio del film, que abre con la cita bíblica
completa del libro de Job, 38, 4-7: “¿Dónde estabas cuando Yo cimentaba la
tierra? / Explícamelo, si tanto sabes. / ¿Quién fijó sus dimensiones, si lo
sabes, / o quién extendió sobre ella el cordel? / ¿Sobre qué se apoyan sus
pilares? / ¿Quién asentó su piedra angular, / cuando cantaban a una las
estrellas matutinas, / y aclamaban todos los ángeles de Dios?”. A
continuación, diversas voces masculinas recitan en off: “Madre…
padre… hermano…”. Y culmina esta especie de introito una voz femenina que
sienta las dos coordenadas del filme: “Hay dos caminos que puedes seguir en
la vida: el de la naturaleza y el de la gracia”. La misma voz advierte que
“debes elegir cuál vas a seguir”. Y explica que el camino de la gracia no
teme desagradar ni huye de los sacrificios, mientras que el camino de la
naturaleza tiende a la autocomplacencia y a la autoafirmación sobre los
demás. Afortunadamente, se nos ha dado la posibilidad de retornar en
cualquier momento, incluso en el último, al camino de la gracia.

A esos dilemas, subrayados por el rotundo desafío del sufrimiento, se
enfrenta en los años 60 la señora O’Brien. Y clama a Dios con desgarradora
sinceridad, pues se siente incapaz de sortear la desesperación ante la
muerte del pequeño de sus tres hijos. “Ahora está en manos de Dios”, la
consuela su esposo. “¿Pero no ha estado siempre en sus manos?”, le responde
ella con pasmosa lucidez.

Una angustia similar a la de la madre O’Brien atenaza ya en nuestros días a
su hijo mayor, Jack (Sean Penn), un insatisfecho ejecutivo de éxito, que se
siente vacío, y ansía reencontrarse con sus raíces y con Dios. Para ello,
rememora con Él su infancia y adolescencia, iluminadas por las felices
correrías con sus hermanos, y ensombrecidas por su progresivo alejamiento
de su padre, un hombre íntegro, piadoso y cordial, pero voluntarista, que
trata a sus hijos con excesivo rigor.

La película es un continuo diálogo de los personajes con Dios sobre el
fondo de las imágenes de la Creación, de los flash backs de la vida
rememorada, de la luz, una luz que lo invade todo y de la excelente
selección musical y banda sonora. Es como si los personajes danzasen en una
sinfonía visual.

Tienen razón Fuster y Fijo, la clave del punto de vista de Malick es el
libro de Job, donde Dios responde al desafío del hombre por el sentido del
dolor y de su vida. Pero hay que leerlo desde el comienzo: “El Señor
respondió a Job desde el seno del torbellino diciendo:¿Quién es éste que
enturbia mis designios

con palabras sin sentido?Cíñete la cintura como un hombre, Yo te preguntaré
y tú me instruirás.

¿Dónde estabas…?” Y sobre todo, hay que leerlo desde el final: desde las
secuencias del Paraíso que inicia con el paso de la puerta en el desierto
rocoso, cuando Jack adulto llega hasta ahí siguiendo a su hermano y
buscándose a sí mismo. Este Dios del film va más allá del Dios del libro de
Job, no es sólo el Creador, es un Padre magnánimo y providente que tiene en
su mano todos nuestros amores, nuestros dolores, nuestras relaciones, todos
los momentos de nuestra vida.

Era necesario un film de la potencia de éste para reclamar artísticamente
el Origen de la paternidad que hemos perdido.

Previous

Educar sin ansia, con alegría

Next

Por qué los videojuegos son importantes

Check Also