Mariolina Ceriotti, La familia imperfecta, Ares, Milano 2010.

Somos imperfectos. Tanto los padres como los hijos. No pasa nada. Las
equivocaciones forman parte del proceso educativo que tiende a buscar la
perfección, a formar en las virtudes. El miedo a equivocarse con los hijos
podría llevar a la pasividad o a un ansia desmedida, cuando en realidad la
educación es algo muy distinto: transmitir a nuestros hijos la pasión de
vivir, dejando a un lado la incerteza y la preocupación que, con
frecuencia, acompaña a los padres de hoy en día cuando traen al mundo a un
hijo: es como si se hubiera abierto paso un sentimiento de profunda
desconfianza en las posibilidades de educar, como si faltase esa brújula
natural que se activa en el mismo momento de ser padres. Quien lo afirma es
Mariolina Ceriotti, una neuropsiquiatra infantil y psicoterapeuta, casada y
con seis hijos, que ejercita la profesión en el ámbito público y privado y
que se ocupa principalmente de dos áreas: problemas en la edad infantil o
adolescente y relaciones de pareja.

El libro no trata de explorar quién tiene razón en determinadas cuestiones
conflictivas, los padres o los hijos. Trata de dejar a un lado la tendencia
a culpabilizarse o el miedo a influir negativamente. Por el contrario, la
autora afirma que el hilo conductor del volumen es la búsqueda y promoción
de la relación entre los dos. El motivo que da es simple: todo hijo que
viene al mundo merece la mejor relación posible con… ¿quién? Precisamente
con esos padres que le han tocado en suerte y no con otros, con esos padres
imperfectos pero deseosos de ayudarle del mejor modo.

En este sentido, uno de los conceptos claves es la normalidad: la autora señala que cada problema que surge
en la educación no puede ser tratado como una anomalía psíquica o como una
enfermedad. Existen enfermedades en edades infantiles y adolescentes que
requieren la intervención de especialistas. Sin embargo, la mayor parte de
las dificultades con las que se enfrentan los padres en la educación de los
hijos tienen que ver con dificultades (más o menos graves) de crecimiento,
relacionales, de adaptación, pero no con patologías. El timón de la
educación permite ayudarles a crecer y a adaptarse a un ambiente con
dificultades, apoyados en la inmensa energía que los hijos tienen
especialmente en la infancia y la adolescencia. Por ello, los errores
educativos no son imperdonables si se saben rectificar a tiempo, con
flexibilidad.

Esto lleva a entender que un muchacho o una muchacha “normal” en la fase de
crecimiento son imperfectos, se encuentran en un proceso de conquistas y
derrotas, de crecimiento y de retroceso, de satisfacciones y frustraciones.
Algunos padres piensan en la educación con una visión pesimista y ansiosa,
como si el objetivo final fuera simplemente evitar peligros futuros remotos
o próximos, como la anorexia, el alcohol, la droga o la infelicidad. Sin
embargo, tener miedo, aburrirse, parecer inseguro, tímido o descoordinado,
tener pesadillas, ser un poco agresivo… Son límites relativamente comunes
que pueden superarse. Muchos de los presuntos problemas psicológicos son en
el fondo problemas educativos.

El modo de alcanzar un equilibrio, realista y optimista a la vez, es construir la familia: es decir, ser conscientes de las
potenciales dificultades y oportunidades que nos presentan los rasgos
específicos masculinos y femeninos tanto en la relación de pareja como en
la educación; no hay que pretender intercambiarlos, como si fueran iguales,
o acaparar algunas de las tareas que son propias del otro cónyuge: el
hombre y la mujer aportan una riqueza individual insustituible que permite
transformar una pareja en un matrimonio, en una familia.

Ceriotti menciona cuatro aspectos en los que piensa sea necesario corregir
cuanto antes los errores que se puedan cometer, grandes o pequeños:

a) Respeto de la línea de demarcación: los hijos tienen
derecho al respeto de su esfera personal, tanto física como psíquica, y es
preciso ayudarles a entender el modo de expresar y proteger su intimidad y
la relación que tienen con el propio cuerpo. La satisfacción desmedida del
afecto de una madre o la falta de pudor en los primeros años podrían
generar una invasión en territorio ajeno que no ayuda a la educación.

b) La madurez afectiva de los padres se expresa en mantener con
flexibilidad la distancia adecuada y desarrollar la
capacidad de estar a solas consigo mismos. Los hijos tienen derecho al
respeto que se manifiesta en la distancia relacional, que cambia con las
etapas de la vida: en los primeros años, la madre debe saber desprenderse
progresivamente de su hijo para permitirle ser autónomo, sin provocar
artificialmente situaciones bruscas y artificiales que sólo generarían una
autonomía precoz. Lo más importante es la madurez interior. Hay que
aprender a tolerar algunos defectos propios del crecimiento, sabiendo que
los hijos pueden atravesar periodos de tristeza o insatisfacción, que deben
aprender a convivir con las dificultades y que hay una etapa en el que
deben recibir frecuentes “no” como respuesta a sus presuntas necesidades.

c) Es necesario ocupar un lugar propio dentro de la familia: los hijos
tienen derecho a que el adulto sepa establecer y hacer respetar la correcta
posición de cada uno dentro de las relaciones familiares, relaciones que
evolucionan con el tiempo. El paso de dos (marido y mujer) a tres, tiene
aspectos específicos como el modo diverso en que el marido hace sentir el
afecto hacia su mujer. La llegada de otros hermanos o el paso de los hijos
a la edad adulta son otras etapas que requieren el respeto del lugar propio
de cada uno, teniendo en cuenta las transformaciones y la riqueza interior
generada a lo largo del camino.

d) Educar implica la propuesta de valores. No basta la
capacidad de escuchar. Los hijos tienen derecho al respeto que se muestra
en la responsabilidad de los padres por transmitir valores; es decir, por
educar. La familia de hoy, según la autora, se puede definir como una
familia “fundamentalmente afectiva”, lo cual tiene sus ventajas y sus
riesgos. Desde ciertos puntos de vista es más frágil y eso implica un
esfuerzo permanente por “hacer cultura” en familia, por educar los hijos en
los valores altos, profundos.

El libro tiene un lenguaje accesible y profundo. Respira optimismo, siendo
a la vez realista y consciente de los problemas, aunque por la brevedad de
las páginas no pueda afrontarlos con profundidad. Puede ser una fuente útil
de ideas para padres y educadores, así como para asociaciones de defensa y
promoción de la familia, especialmente por el enfoque propositivo. Algunas
ideas pueden aplicarse a la educación en el uso de los medios o a al modo
de presentar la educación familiar en la opinión pública.

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