“¿Sabe qué quería hacer? Quería denunciarle. Fui a ver a mi abogado.
¿Pero sabe algo? Le digo gracias ¡Gracias por equivocarse, doctor!”
Señaló con la mano al pequeño Giulio. “Es la alegría de nuestra
familia”.

Estas palabras fueron dirigidas al doctor Massimo Segato – actualmente
subdirector de ginecología en el hospital de Valdagno (Vicenza, Italia) –
por una mujer que había acudido a él para abortar y que, en cambio, resultó
estar todavía embarazada aún después de la operación.

Algo no había salido como estaba planeado y el bebé permaneció en el útero
de la madre. El doctor Segato había cometido un error y Giulio había venido
al mundo.

Fue un error médico, explicará más tarde, pero el error más hermoso de su
vida, con el que, involuntariamente, había hecho a una familia más feliz,
simplemente asustada de verse abrumada por la llegada de una nueva vida.

Esa historia marcará el comienzo del desacuerdo interno del doctor Segato,
cuya historia como médico no objetor de conciencia se cuenta en el libro
autobiográfico Lo hice por las mujeres, publicado por Mondadori en
2017 (136 páginas, precio de € 17.50).


Si el utilitarismo se enfrenta con la voz de la conciencia

El doctor Segato comenzó su carrera como ginecólogo a principios de los
años 80, poco después de la aprobación de la ley que introdujo el aborto en
Italia, una ley por la que afirma haber luchado desde que iba a la
universidad.

¿La razón que lo lleva a creer en la bondad de esa disposición legislativa?
El sufrimiento de pensar en mujeres en crisis que se dirigen a escondidas a
personas incompetentes para abortar, arriesgando sus vidas.

Los abortos ilegales, afirma, conducen a la pérdida de dos vidas, mientras
que el aborto en condiciones de seguridad garantiza al menos la salvación
de la madre.

Un razonamiento utilitarista que no toma en cuenta los derechos del no
nacido, pero que Segato justifica de esta manera: “Soy médico: hago
elecciones prácticas, no filosóficas. Si puedo elegir salvar una vida en
lugar de perder dos, prefiero salvar esa vida…”

Este razonamiento, sin embargo, que socava los cimientos de la justicia
social, ya que no contempla el respeto de los derechos de todos, sino que
tolera la supresión de algunos para la “protección” de otros, también
estropea la conciencia personal del médico, que pronto se encuentra odiando
su “trabajo sucio”.

En particular, los escrúpulos de conciencia se ven exacerbados como
resultado de esa “intervención equivocada”, con la que permitió que naciera
un niño que iba a ser abortado.



Barbara y Giulio me habían sacudido profundamente, tocando cuerdas que
no conocía,

que – llegará a escribir – e

se bebé despierto, revoltoso y vivaracho estaba dentro de mí y jugaba
con mi alma. Cuando decidía interrumpir un embarazo, Giulio gritaba y
daba patadas”.

Sin embargo, a pesar de que su conciencia le dice en voz alta que se
detenga, él continúa eligiendo en cada nueva ocasión la obediencia a esa
ley.



Renuencia por el aborto e incapacidad de defender la vida: una
incoherencia que genera dolor

Al describir los dos ámbitos de su trabajo – los nacimientos y las
interrupciones – en su libro, Segato habla de esta manera: “

Por aquí los abortos, por allí los nacimientos. Y en el medio, esa
puerta. Una puerta de color gris, pesada y fría como la sala de
operaciones que dejaba atrás: las perneras ginecológicas, las válvulas,
los aspiradores, las cánulas. Frío el ambiente, frías las almas, fría
la sangre. Porque frío es el aborto. Triste, silencioso y terriblemente
frío. Al menos como cálida es la obstétrica con sus madres y sus bebés

”.

Si, entonces, se le pregunta por qué eligió ser un médico abortista, se
defiende rápidamente, casi ofendido por el adjetivo: “No me defino a mí
mismo abortista. Ninguna persona equilibrada, seria y sana de mente puede
estar a favor del aborto. El aborto es una realidad horrible. Sería la
persona más feliz del mundo si ninguna mujer decidiera hacerlo más… Pero
es una realidad que existe y una ley permite abortar de forma segura. Me
limito a aplicarlo, lo hago para garantizar un servicio prestado por el
Estado…”

Segato, en su cabeza, toma así las distancias con el aborto, tanto que
incluso llega a afirmar ser “un autómata” mientras trabaja, y si le
preguntas por qué no deja de ser cómplice de algo que él considera una
abominación, él responde, tratando de auto convencerse: “No me considero un
cómplice. La elección del aborto no la tomo yo, de hecho, si puedo, siempre
trato de hacer cambiar de idea a las mujeres, trato de convencerlas de que
tener un hijo es algo maravilloso. Y muchas veces lo consigo. Sin embargo,
cuando la mujer está decidida y no cambia de opinión, decido hacer yo la
operación para que no corra peligro en otra parte…”

Sin embargo, estas justificaciones no son suficientes para apaciguar sus
sentimientos de culpa: el diktat de la ley, la voluntad de las mujeres, la
conciencia de que “si él no lo hace, lo hará a otra persona” debe chocar
con la voz de todos esos “niños ya un poco formados” (palabras textuales)
que le gustaría dejar vivir y de los cuales, en cambio, causa la muerte con
sus propias manos.

Cada operación lo desgarra, dejando en él dudas sobre la bondad de su
trabajo y sufrimiento.

“Necesitamos lloros infantiles, no abortos”, dice con tristeza: una
tristeza resignada, sin embargo, la de aquellos a quienes les gustaría que
las cosas vayan de manera diferente, pero luego acepta ser parte del mismo
sistema enfermo que critica… una tristeza contaminada por la
incoherencia, porque le gustaría un mundo diferente, pero luego ayuda a que
permanezca exactamente como está.

¿Realizar abortos? Es feo como matar en la guerra

A menudo se toma partido, ideológicamente, a favor del aborto. Se grita que
es un derecho, que es un signo de civilización, que se trata de un paso
adelante para la sociedad y se dice que es un indicador de progreso.

Se argumenta que la mujer debe poder disponer de su cuerpo y que abortar es
sinónimo de libertad y emancipación.

Los médicos que objetan, entonces, serían retrógrados, insensibles,
cínicos. Estarían ciegos frente al dolor de las mujeres.

“Entiendo a mis compañeros objetores – dice Segato – y los respeto. A nadie
le gusta realizar abortos. Es fácil hablar desde afuera, sin entrar en el
quirófano, sin saber qué sucede ahí dentro. Mi padre fue llamado a las
armas y tuvo que matar. No estaba feliz de hacerlo, pero lo hizo para
servir al Estado. Yo me siento como él, un soldado al servicio del Estado,
pero cada vez que entro en la sala de operaciones tengo que taparme la
nariz”.

Esta comparación, por supuesto, no es válida. Cuando trabaja, Segato, no se
ve obligado a elegir entre su propia vida y la de la mujer, como sucede en
la guerra.

Podía elegir sin consecuencias (la muerte o la cárcel, por ejemplo) estar
siempre a favor de la vida. Él podría decidir no mancharse más de sangre
inocente.

Nadie lo obliga a ir a su guerra, o a disparar.

Y, admite, que la tentación de dejarlo la ha tenido siempre.

Sin embargo, la duda que le tortura es que elegir la objeción significaría
admitir que hasta entonces había luchado en el frente equivocado;
eventualidad, esta, demasiado difícil de soportar, ya que con sus manos ha
puesto fin a muchas vidas.

Ahora más que nunca, después de décadas de carrera, aceptar haberse
equivocado de campo significaría mirar a la cara a los cuatro mil niños no
nacidos que tiene en su conciencia.

Y entonces él continúa en el camino tomado, tratando de decirse a sí mismo
que lo hace y lo ha hecho por las mujeres, aun cuando el temor de haberse
equivocado de batalla siempre está a la vuelta de la esquina:



¿Cuántos niños como Giulio no había hecho nacer? ¿A cuántas familias
les había negado la felicidad que había visto en los ojos de Bárbara?
Yo había tocado esa felicidad con mi mano, no eran solo palabras. […]
Bárbara había venido porque quería abortar y quería abortar porque se
sentía vieja y cansada. […] Y yo había apoyado esta preocupación
suya, en nombre de una ley que lo permitía. Casi parecía que Giulio
había venido al mundo para demostrar que ambos estábamos equivocados.
[…] ¿Y cuántas personas como él no pudieron demostrarlo? ¿Cientos?
¿Miles?



Queridos médicos, vosotros sabéis qué es realmente el aborto: no
agachéis la cabeza

Si es cierto, como dice Segato, que necesitamos gemidos y no abortos,
también es cierto que necesitamos médicos que no se doblen como hace él.

Al ver el horror del aborto mucho más de cerca que nosotros, tenéis el
deber de iluminar la conciencia colectiva.

Necesitamos trabajadores de salud conscientes que nos digan cuánto es mejor
elegir la vida, como hizo por ejemplo Abby Johnson, directora de una
clínica de abortos que se convirtió en activista pro-vida (léase un
artículo que escribimos sobre su historia:


Directora de una clínica de abortos se convierte en activista
pro-life: la conmovedora historia de Abby


).

Necesitamos doctores que despierten la conciencia social, que nos sacudan
del letargo de eslóganes gritados por personas que no tocan con la mano la
muerte como vosotros.

Estimado Dr. Segato, usted habla como una persona que no tiene esperanza.
Elige un aparente “mal menor” porque no tiene el coraje de defender el
Bien. Usted, de hecho, el Bien, lo ve lejos, inalcanzable. Y entonces,
pensando que no puede alcanzar la Luz, elige la penumbra.

Y, sin embargo, podría ser precisamente usted la luz para nuestra sociedad,
si tan solo dejara de aceptar compromisos con el mal, si tan solo levantara
la cabeza y dijera: “Es suficiente”.

Puede hacer mucho más de lo que cree para cambiar la cultura.

No es suficiente que usted diga con pesar: “Yo ahí veo una vida. Sé que hay
una vida. Independientemente de lo que dice la ley, independientemente de
lo que la mujer quiera”.

Necesitamos que usted elija la vida, que elija luchar para defender una
verdad que claramente ve.

Lo debe ante todo a su conciencia.

Y luego, muchos, gracias a su testimonio, podrían dejar de adherirse a una
cultura de la muerte. Y podrían comenzar a trabajar, junto a usted, por ese
cambio que ahora le parece imposible.

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