Recensión de Tom Bissell. Extra Lives. Why Videogames Matter,
Vintage, 2011, 256 p.

Somos los responsables de nuestro arte. Históricamente, el hombre
siempre ha encontrado maneras de expresarse, a lo largo del camino que
desde la pendiente del laborioso trabajo del artesano se eleva
abruptamente hasta las obras maestras inimitables del genio, desde
cuando en la oscuridad de las cavernas alguien se esforzaba con piedras
afiladas y colores extraídos de las hierbas y del barro.

Descubrir cómo la tecnología ayuda o modifica el arte es muy
interesante, sobre todo en una época de la historia en la que la
contribución de la tecnología se ha hecho cada vez más importante. En
los albores del inicio del ordenador personal, una encuesta del Times Litterary Supplement demostraba con pruebas irrefutables
que los escritores, al pasar de la máquina de escribir al procesador de
textos, inconscientemente introdujeron notables cambios en su estilo de
escritura. La más evidente fue la reducción de las frases y de los
períodos, inducidos por la necesidad de dominar la prosa en un lapso de
texto – el que aparece en la pantalla del ordenador –
significativamente más reducido que el del folio de papel escrito. Muy
pocos escritores de los encuestados habían notado este cambio, que da
testimonio de la verdad de la intuición de Marshall McLuhan: el medio
es verdaderamente el mensaje, en la medida en haciéndose presente
influye no sólo sobre cómo comunicamos, sino más bien en la realidad
misma de lo que comunicamos.

El videojuego – un termino restrictivo, que sin embargo adoptamos para
mayor claridad – es el emblema mismo de las potencialidades que una
tecnología muy potente y versátil ofrece a la imaginación humana. Se
trata de una forma de expresión interactiva que, por primera vez en la
historia (aprovechando las peculiaridades de la electrónica y los
ordenadores personales), introduce modelos de comunicación no lineales
y no pasivos para los destinatarios: a diferencia de un texto escrito o
de un audiovisual tradicional, la participación requerida prevé
opciones activas y fruiciones subjetivas que configuran el “relato”
según las preferencias concretas de cada uno. Ya no hay lectores o
espectadores, sino “inter-actores”, che comparten la forma que el texto
va asumiendo. Quién juega «hace» su propia historia, no menos de quien
la creó.

El lenguaje de los videojuegos es exactamente el mismo que usamos
navegando en un sitio web y en Internet: árboles de los enlaces y
conexiones de significado disponibles a elección. La diferencia, sin
embargo, es que los videojuegos han adoptado esta lengua mucho antes de
que la web existiese – Tim Berners-Lee pone el primer sitio on line en 1991, cuando los videojuegos ya cuentan con veinte
años de existencia – y lo utilizan en un modo mucho más sofisticado,
con una multimedialidad más madura en la que textos, imágenes, banda
sonora y significados se integran y enriquecen mutuamente.

Además, por supuesto, ese tipo particular de hipertexto que son los
videojuegos han desarrollado una auténtica cultura lingüística – con
gramática, sintaxis y vocabulario adecuados – al servicio de su
dimensión lúdica: tratándose de entretenimientos, han sido capaces de
alcanzar y educar a su modo una gran audiencia que ha seguido creciendo
en los últimos años. Hoy en día, en Italia, una familia de cada dos
posee videojuegos y el facturado anual del sector alcanza los mil
millones de euros. Ciertamente no se puede considerar este fenómeno
como un accesorio: no se trata de juguetes, ni mucho menos de
insignificantes instrumentos de evasión. Los videojuegos son
importantes, como industria producen un gran impacto colectivo y
personal que hasta ahora ha sido investigado muy poco.

Si usted lee Extra lives de Tom Bissell obtiene finalmente en
un solo golpe de vista un panorama espectacular, intrigante e
inquietante, que tiene que ver con los videojuegos, pero más incluso
con la gente que juega. El título original se refiere a las diferencias
más sustanciales que existen entre la vida real y sus simulaciones
escenificadas en los videojuegos. En todos los casos, cualquiera que
sea la trama, el jugador es el protagonista a través de su propio
avatar (un término que se ha popularizado con la película de James
Cameron), el personaje que hay que maniobrar y con el que uno se
identifica para proseguir en el juego. Por muy realista que sea la
simulación, llega un momento en que uno se da cuenta de que es solo una
ficción: precisamente en el momento en que el personaje yerra y
«muere». En el juego, de hecho, a diferencia de la vida, la muerte es
sólo un paso en falso del que se puede volver sin problemas, para
empezar de nuevo y volver a intentar hasta que se consigue ir más allá.

En algunos de los primeros juegos, infinitamente más simples en
apariencia, pero no tan diferentes de hoy en términos de lenguaje y
estructura, no sólo se resucitaba después de cada muerte, sino que
incluso se podían ganar “vidas extra” en la medida en que aumentaba la
puntuación. Desde el punto de vista conceptual, estas extra lives eran un don extraordinario, regalaban una
inmortalidad lúdica y tecnológica que permitía meterse en el juego
hasta niveles sobrehumanos, consiguiendo puntuaciones que de otro modo
no se podrían alcanzar.

Bissell ha utilizado esta situación como una metáfora de toda la
realidad de los videojuegos y, básicamente, tiene razón, porque ésta es
muy fértil también en algunas deducciones potenciales que están
implícitas en el libro.

El título explica principalmente la perspectiva del autor, un brillante
escritor que decide reflexionar sobre un tema que durante algunos años
le ha privado de una gran parte de su tiempo. Era – y él lo sabe – una
verdadera adicción, sin límites ni horarios, agravadas por la ingestión
simultánea de cocaína: horas, días y noches buceando en escenarios
digitales estrechos o enormes, aterradores o excitantes, y siempre
tangibles porque él era el protagonista. Extra lives, es la
perspectiva del superviviente, el ex combatiente que ha sobrevivido, o
si se prefiere, Ulises que finalmente ha llegado a Itaca.

De todos modos y en segundo lugar, extra lives se refiere a
una dimensión menos individual y más grandiosa: la de una actividad,
crear videojuegos, que se ha extendido para convertirse en industria y
comercio, y ha gastado recursos casi infinitos para conseguirlo. Esto
muestra, como fenómeno socioeconómico incluso antes que como una
aventura solitaria del ingenio creativo, de qué proezas y
contradicciones puede ser capaz una generación que se ha sentido casi
omnipotente a la hora de inventar y proponer productos derivados de
esta tecnología.

Hablar con los creadores de videojuegos -conversaciones recurrentes en
el libro – equivale a introducirse, como en un videojuego, en las
ilimitadas posibilidades que en los últimos veinte años se han ofrecido
a aquellos que fueron capaces de “hacer funcionar”, en todos los
sentidos, juegos interactivos que han tenido éxito. Casi siempre son
genios, y siempre excelentes profesionales que saben unirse en un grupo
y trabajar juntos para realizar los muchos componentes de productos muy
costosos (un videojuego “triple A”, para usar el término preferido por
aquellos que se refieren a los blockbuster, puede llegar a
costar 50 millones de dólares) y definidos al máximo nivel en cada
detalle, desde la gráfica hasta la interacción, de las luces a los
efectos especiales. Sólo en este mundo es posible encontrar tantos
hombres menores de treinta años que han tenido en mano la “olla de oro
del arco iris”, con libertad para escoger, decidir e inventar. Siempre
que todo esto produjera ventas, público y dinero, naturalmente.

Aquí hay otra dimensión del fenómeno, a la que, en mi opinión, Bissell
ha apuntado sus críticas en el modo mejor y más original. ¿Cuánta
calidad efectiva corresponde a tanto derroche de energías? Si nos
fijamos en los videojuegos desde la perspectiva de los que están
acostumbrados a valorar las creaciones humanas, como las novelas y
películas, la decepción – comenta Bissell – es enorme.

Hay, es cierto, y se explica muy bien, una dificultad intrínseca en
transformar un videojuego en una “historia interactiva” que hay que
vivir en primera persona, eligiendo cada vez qué decir y qué hacer para
avanzar entre las distintas opciones disponibles. El término
“disonancia ludonarrativa” ilustra el contraste entre lo que Jonathan
Blow (uno de los más entusiastas creadores de videojuegos que Bissell
entrevista en el libro) llama los dos componentes esenciales del juego,
el desafío y la historia. El reto es la dimensión esencial del juego,
que te arrastra para conducir del mejor modo a tu avatar, y conseguir
la puntuación más alta. La historia, sin embargo, es el desarrollo de
la trama, en la que ir hacia adelante significa continuar la
exploración de las alternativas. “La historia y el desafío tienen un
conflicto estructural tan radicado que es imposible”, dice Blow, e
integra Bissell, “crear historias fuertes en el interior del
videojuego”.

En esencia, sería la componente lúdica del videojuego, las reglas y el
reto que hay que aceptar para “ganar”, lo que sabotea la posible
dimensión narrativa, que podría hacer del videojuego una verdadera
“historia interactiva”, capaz de compararse con novelas y películas en
el imaginario colectivo. Es cierto que Blow, cuando creó hace unos años
el juego Braid, en cambio, ha demostrado que si se razona en
estos temas con madurez cultural, se puede llegar a buenas cotas de
originalidad (el bellísimo Braid es en apariencia un platform, un juego de correr y saltar en estilo SuperMario,
pero es también una meditación casi metafísica sobre el tiempo y el
amor). Pero en el camino de los nuevos creadores de historias
interactivas, hasta el momento, se han opuesto obstáculos de tipo
cultural y comercial.

Es el abismo entre “producto” y “texto” que los videojuegos deben
saltar si realmente quieren crecer. Las lógicas comerciales, que han
ganado ayer y hoy, deberían dar espacio a intenciones más profundas,
especialmente si – como está ocurriendo con la invasión de la pantalla
táctil – los textos interactivos e incluso los videojuegos adquirirán
más y más espacio también a nivel popular formativo. En este caso
también los creadores de juegos podrán hacerse más competentes en la
parte narrativa propiamente dicha, que hoy a menudo es solo abocetada
casi como si se tratase de pretextos para jugar y jugar. En comparación
con Bissell, quien escribe es más optimista considerando juegos más
recientes como Fallout, Skyrim, L.A. Noir y Mass Effect. Tal vez aún lejos de la “novela interactiva”,
pero sin duda en ese camino.

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