Con gentil autorización del autor, Fabrice Hadjadj,
publicamos la traducción española de este artículo publicado ya en


Avvenire.

El romanticismo se ha desarrollado contemporáneamente a la revolución
industrial. A primera vista, se presenta como una reacción a esta última:
contra el rigor lógico iluminista, el romanticismo afirma el misterio de la
noche estrellada; contra la racionalización de las relaciones sociales,
exalta la pasión, el flechazo, la coincidencia imprevisible que desafía a
las instituciones. Así, el hombre y la mujer no encuentran su realización
en la familia, demasiado institucional, sino más bien en la pareja que huye
a los bosques o a una isla desierta, para vivir de amor y agua fresca.

Wagner compone Tristan und Isolde en 1865, año de fundación de laChicago and North Western Railway y la Società per le strade ferrate romane. Nada parece oponerse tanto
al ruido de las locomotoras como la melodía infinita de los amantes
solitarios y malditos. Y sin embargo, la motorización y el romanticismo
encontrarán una cierta unidad en el corazón de Adolf Hitler, quien en su
juventud estaba dispuesto a renunciar a comer durante muchos días con tal
de poder asistir a una tercera representación del Tristan…

¿Se trata únicamente de una reacción? ¿No hay quizá un vínculo más
esencial, diría incluso una cierta complicidad, entre la visión romántica
del amor y la industrialización de la producción?

El romanticismo presenta la relación amorosa entre hombre y mujer como
fuera del mundo. Es un “tú y yo”, “yo y tú”, y no importa si tiene lugar en
la ciudad o en el campo, en un edificio o en una balsa. El arca en la que
Noé embarcó a su familia y a todos los animales no acuáticos pierde su
valor emblemático. También en el Titanic, sobre todo en el Titanic, los
amantes pueden amarse: aunque la nave se vaya a pique, ellos se aman aún
más porque su amor se manifiesta entonces como más vasto y más profundo que
el océano – todo esto inmediatamente antes de ahogarse…

Lejos de mí la idea de poner en tela de juicio esta maravilla, y no sólo
por el temor de perder todo crédito ante las jovencitas. El amor, en su
gracia, es un acontecimiento que crea en algún modo sus mismas condiciones
de posibilidad. ¡Cuántas historias testimonian aquel flechazo, el shock que
trastorna cualquier programa y toda fatalidad! En la novela 1984,
cuando Winston y Julia se aman por primera vez en medio de un claro del
bosque, escapan al Big Brother: “Su abrazo había sido una batalla
– escribe Orwell – el clímax, una victoria. Era un golpe contra el Partido.
Era un acto político”. El encuentro del hombre y de la mujer es tan natural
que hace temblar la pesada construcción artificial. Tiene el carácter del
origen, la frescura de una fuente en medio del desierto. Por otra parte, si
Dios crea el mundo por amor, hay que pensar que cada verdadero amor es de
algún modo anterior al mundo y posee el poder de renovarlo.

De todos modos, nuestro amor sigue siendo el de criaturas, dependientes de
su entorno. Creer en un amor humano por encima de cualquier condición
material sería caer en una grave herejía espiritualista. Incluso vivir de
amor y de agua fresca necesita al menos agua fresca, agua potable, que cada
vez es más rara y debe ser depurada y vendida por empresas privadas. En
medio de un aire demasiado tóxico es imposible decir: “Te amo”.

Y sin una casa donde vivir juntos es imposible que el abrazo supere la
ilusión y la desilusión del orgasmo. Julia y Winston pueden conocer aquel
instante aislado alejados del mundo totalitario; para desarrollar su
relación a lo largo del tiempo, necesitan un refugio propicio, y este es el
motivo por el que terminarán hechos pedazos, hasta que ni siquiera sean
capaces de reconocerse.

En su gran novela Las partículas elementales, Michel Houellebecq
emite esta terrible sentencia sobre el amor de sus dos personajes Michel y
Annabelle: “En mitad del suicidio occidental, estaba claro que no tenían
ninguna oportunidad. Sin embargo, siguieron viéndose una o dos veces por
semana. Annabelle fue al ginecólogo y volvió a tomar la píldora”.

Esta última observación hace referencia a un paso anterior del libro que
evoca la legalización de la anticoncepción en Francia y su relación con una
sociedad sometida al paradigma técnico-económico: “El 14 de diciembre de
1967, la Asamblea Nacional aprobó en primera ronda la ley Neuwirth sobre la
legalización de los anticonceptivos; aunque todavía no estaba subvencionada
por la Seguridad Social, la píldora podía venderse libremente en las
farmacias. A partir de aquel momento, amplias capas de población tuvieron
acceso a la liberación sexual, hasta entonces reservada a las
clases directivas, los profesionales liberales y los artistas, así como a
algunos empresarios. Es chocante comprobar que a veces se ha presentado la liberación sexual como si fuera un sueño comunitario, cuando en
realidad se trataba de un nuevo escalón en la progresiva escalada histórica
del individualismo. Como indica la bonita palabra francesa ménage,
la pareja y la familia eran el último islote de comunismo primitivo en el
seno de la sociedad liberal. La liberación sexual provocó la destrucción de
esas comunidades intermediarias, las últimas que separaban al individuo del
mercado. Este proceso de destrucción continúa en la actualidad”.

Si “ménage” (familia) es para Houellebecq una “palabra hermosa” es
precisamente en cuanto la familia ménage (prepara, ordena – en
francés) un lugar que resiste a la mercantilización generalizada de lo
real. Engendra hijos, trasmite usos y savoir-faire, produce bienes
que no pertenecen directamente al intercambio monetario o a la innovación
tecnológica. Al menos eso es lo que hacía. En la contabilidad nacional
francesa existe la categoría “ménages” que, se precisa, de ahora
en adelante “su principal función es el consumo.” El padre debe dejar sitio
al experto; la madre, al mercado. La educación es delegada a los
especialistas de nuevas pedagogías. La generación misma requiere los
servicios de las industrias biotecnológicas. Los padres son solo
trabajadores dependientes, que pagan baby-sitter y educadores
profesionales, mientras que los hijos emergen ya como individuos libres y
futuros self-made-men.

En otra página de Las partículas elementales, Bruno explica a su
hermano por qué no logra entrar en relación con su hijo, que pasa todo el
tiempo con los videojuegos: “Los hijos, por su parte, servían para
transmitir una condición, unas reglas y un patrimonio. Esto era así, claro,
en las clases feudales, pero también entre los comerciantes, los
campesinos, los artesanos; de hecho, en todas las clases sociales. Ahora
nada de eso existe: soy un empleado, vivo en régimen de alquiler, no tengo
nada que dejarle a mi hijo. No tengo un oficio que enseñarle, no tengo ni
idea de lo que hará en la vida; de todos modos, las reglas que yo conozco
no valdrán para él, vivirá en otro universo. Aceptar la ideología del
cambio continuo es aceptar que la vida de un hombre se reduzca
estrictamente a su existencia individual, y que las generaciones pasadas y
futuras ya no tengan ninguna importancia para él. Así vivimos, y
actualmente tener un hijo ya no tiene sentido para un hombre”. El mismo
personaje, algunos capítulos más tarde, dice a su amiga Christiane: “Soy
incapaz de producir cualquiera de los objetos que me rodean, los que uso o
los que me como; ni siquiera soy capaz de entender su proceso de
producción. Si la industria se bloqueara, si desaparecieran los ingenieros
y los técnicos especializados, yo sería incapaz de volver a poner en marcha
una sola rueda. Estoy fuera del complejo económico–industrial, y ni
siquiera podría asegurar mi propia supervivencia: no sabría alimentarme,
vestirme o protegerme de la intemperie; mis competencias técnicas son
ligeramente inferiores a las del hombre de Neardenthal”.

Me disculpo con ustedes si me he permitido citar tan largamente a un
novelista que considero uno de los más finos analistas de nuestro tiempo.
Sus constataciones forman una introducción perfecta a lo que quisiera
probar a desarrollar junto a ustedes. Houellebecq conserva una visión muy
romántica de la relación entre hombre y mujer, pero se percata de que esta
visión no es sólo una reacción: tiene también un vínculo con el mundo
tecno-económico. Creer que los amantes puedan realizar su amor más allá de
cualquier condición material es hacerlos indiferentes y por lo tanto, y a
pesar de ellos, cómplices de las condiciones materiales que les han sido
impuestas, que les rodean y que terminan por fagocitarlos. Sobre todo, es
representarse su amor fuera de la fecundidad familiar o representarse la
familia exclusivamente como un conjunto de personas que se aman más allá de
cualquier economía y de cualquier política, y no como un dato al mismo
tiempo natural y cultural que constituye el dominio económico y que
constituye la base de la Ciudad.

Desde el momento en que la comunidad de hombre y mujer ya no se concibe
como un oïkos -y por lo tanto como el lugar primario de la
economía y de la ecología-, desde el momento en que es vista como un amor
separado de las estructuras sociales, esa misma comunidad, con su aventura
esencial, se deshace. Se convierte solo en la sociedad pasional y pasajera
de dos asalariados (el romanticismo, repito, se basa sobre el advenimiento
del trabajo asalariado). Y esta sociedad se rige, para bien o mal, por
voluntarismo moral, como en apnea, en una fidelidad que es ante todo un
esfuerzo para respetar un contrato, pero que ya no corresponde a la
realidad de una fructificación común en el entrelazamiento de los deberes
cotidianos. Más que ser apertura dramática a la vida, se convierte en un
elemento de diversión total, una huida ante la angustia del vacío y de la
muerte.

Lo que estoy intentando decir pretende evitar dos errores comunes, uno a
propósito de la defensa de la familia, el otro a propósito de la defensa
del medio ambiente natural, desde el momento que estas dos defensas están
divididas entre sí o incluso se hieren mutuamente.

El primer error es defender la familia en “ausencia de gravedad”,
independientemente de su relación con una tierra, una casa, una tarea, una
economía. Este error es frecuente entre los cristianos, más románticos que romanos. Denuncian por ejemplo la
ideología de los gender studies como si se tratara de una lucha
ideológica, y esos gender studies fueran la causa del mal
y no un síntoma. En cambio se olvidan de criticar el sistema
tecno-económico, y llegan incluso a pactos con él mientras que es el
sistema tecno-económico, mucho más que los gays y lesbianas, el que se
encuentra en el origen de la negación de los géneros y los sexos.

Iván Illich lo subraya en su libro de 1983, El género vernáculo:
“Una sociedad industrial puede existir solamente imponiendo un postulado
unisex: los dos sexos están hechos para el mismo trabajo, perciben la misma
realidad, y tienen las mismas necesidades. El traje es sólo una diferencia
irrelevante”.

Y precisa en una nota: “Los historiadores, incluso los que estudian las
ideas económicas, no se han dado cuenta de que la desaparición del género
crea el sujeto de la ciencia económica. […] La nueva definición del hombre
en cuanto sujeto y cliente de una economía disembedded
(“desencajada”, despegada de las relaciones sociales – véase Karl Polanyi, La gran transformación) tiene una historia. […] La identidad
institucional del homo oeconomicus excluye el género. Es un neutrum oeconomicum. La desaparición del género es un dato de base
de la historia de la escasez, o rareza, y de las instituciones que la
estructuran”.

Illich habla de una institucionalización de la escasez en el mundo
tecno-económico, porque este mundo parte del principio de que los bienes
son escasos, y de que por lo tanto hay que ser competitivos, con aquella
competitividad que implica la competición entre los sujetos y la innovación
de los objetos. La familia, en su realidad esencial, es el enemigo de este
dispositivo: a la innovación opone la transmisión; a la competición, la
complementariedad; por último a la escasez, que coincide en efecto con la
frustración ante las vitrinas de la publicidad, la familia opone el estupor
ante la vida sencilla en torno a una mesa, el compartir el fruto del
trabajo de nuestras manos, contar las historias de ayer y de hoy, luchar
por un futuro común más que por una facturación. Es pues necesario, si no
queremos quedarnos en un romanticismo ambiguo o un inútil moralismo, pensar
las relaciones hombre-mujer como relación o intercambio fundacional para la
economía.

El segundo error sería pensar la cuestión ecológica a partir de la ecología
científica, es decir, una preservación de la naturaleza a través de algunos
parámetros que se trataría de administrar lo mejor posible por medio de
algoritmos. Este ecologismo opera ya bajo el dominio del paradigma
tecno-económico, y sólo produce el fortalecimiento del “tecnologismo” que,
en cambio, pretende combatir. Se comienza con defender los árboles pero se
termina por tener los ojos pegados a un contador. Del resto es este
“tecnologismo” el que, alejándonos de la naturaleza real, nos hace soñar
con una naturaleza ideal hecha de paisajes-telón de fondo y de una
fraternidad entre presa y depredador digna de Walt Disney: también aquí el
sueño romántico del retorno a la selva virgen es un producto de la
revolución industrial. Se admiran Tristán e Iseo que huyen al bosque de
Morrois, precisamente porque la pareja de todos los días ya no sabe hacer
otra cosa que empujar una carretilla en la jungla de las mercancías y que
tomar un plátano de un estante imita el gesto de la cosecha en la
abundancia paleolítica, siempre con la condición de que se tenga dinero y
de que exista una industria agro-alimentaria.

El gran drama de un ecologismo así es, sin embargo, que olvida la
naturaleza allí donde se da a nosotros en primer lugar. No en el panda o en
la foca, sino en nuestro cuerpo de animal racional, especialmente a través
de la sexualidad. La mujer embarazada es al mismo tiempo más humana y más
mamífero que nunca: es aquí donde su vínculo con todos los vivientes se
manifiesta en grado superlativo. Ciertamente, de un embarazo nunca podrá
salir un iPhone 8 pero ya ha venido fuera un Steve Jobs, que es
mucho más impresionante. La familia nos muestra la naturaleza en su
capacidad de generar ingenieros, y esto debería recordarles –a los
ingenieros- una cierta humildad. Además, la naturaleza obtiene su nombre
del nacimiento (naturaleza deriva de nascor, “nacer”): más que la
floración de la flor, el florecimiento de un rostro nos muestra una
primavera más fuerte, en su renovación, que todas las innovaciones
tecnológicas. Finalmente, cuidar a la madre y al pequeño, nutrirlos,
defenderlos, nos aleja del robot y al mismo tiempo nos aproxima al pelícano
gris y a san José, como si la animalidad y la espiritualidad no pudieran
crecer en nosotros más que de acuerdo.

Así una ecología concreta tiene el deber de ser una ecología humana en
primer lugar no porque el hombre posea una dignidad que le distingue de los
animales, sino porque el hombre es el primer animal, la primera naturaleza
con la que estamos en relación, y es a partir del cuidado de esta primera
naturaleza como nuestra atención puede extenderse, por así decir, a las
demás naturalezas.

Los dos errores anteriores, el de una familia defendida fuera de cualquier
economía, y la de una ecología defendida fuera de toda familia, nos remiten
a la raíz común de las palabras “economía” y “ecología”: oikos oikia, que en griego significan “hogar”, “casa”, “linaje”,
“familia”. Hoy, cuando se habla de ecología, se hace una manipulación
formidable, como alguien que dijera que es enólogo y, en vez de hablarnos
del sabor del vino, se pusiera a proponer un plan de negocio para
aumentar las ganancias de una explotación vitícola. Esta perspectiva es
útil; pero pierde de vista lo esencial, es decir, el vino en sí, con su
color y su bouquet de aromas, vino que alegra el corazón del hombre (Sal 103,15). Si la definición fuese
respetuosa de la etimología, si la enología se interesase del vino, la
ecología ya no sería la ciencia de los equilibrios de un ecosistema, sino
un discurso sobre la aventura de la sexualidad humana.

La ecología científica, y el ecologismo político resultante, tratan de
poner límites al desarrollo industrial, pero estos límites están pensados a
partir de los principios liberales de la escasez y de la competitividad,
que son los mismos del desarrollo industrial: se trata de gestionar mejor
la reserva de “recursos” distribuidos por el “planeta” y de procurar que la
libertad individual de unos no interfiera con la libertad individual de los
otros, presentes o futuros. Pensar los límites de este modo es pensarlos en
modo constructivista, a partir de la coherencia de un sistema teórico y de
una planificación. Pero el objeto de una ecología verdadera, integral, es
pensar los límites a partir de un sustrato natural. Este sustrato
es la sexualidad humana. Es el del animal y del vegetal que nos es más
cercano, el de nuestra propia carne. Quien se compromete en la protección
del conejillo de Indias y de la rosa pero antes no protege el caprichoso
conejillo de Indias o la rosa muy espinosa que se encuentra en sus
calzoncillos, se olvida del lugar donde la ecología se da como vocación
personal y no como ideología.

Jenofonte escribió un diálogo titulado Económico. ¿De qué se
trata, para él y para los antiguos? De “administrar bien su propio
patrimonio doméstico”. La frase en griego suena pleonástica porque dice εὖ
οἰκεῖν τὸν ἑαυτοῦ οἶκον (bien oikare el propio oïkos) o
para decirlo en francés “bien ménager son ménage”. Notamos que la palabra
francesa “ménage” ha conocido la misma deformación de economía: en el siglo
XVI management es la traducción francesa del griego “economía”. El management, en el origen se refiere a “la forma y el modo de
gobernar honestamente y provechosamente la cosa doméstica”; cosa que cada
uno sabe instintivamente, como cuando, por ejemplo, debe acoger en casa los
suegros: para esto es necesaria una gran capacidad de gestión.

En el primer libro de sus Económicos, Aristóteles escribe: “La
economía es, por su origen, anterior a la política; su obra es la familia y
la familia es una parte esencial de la Ciudad”. Esta frase del primer libro
es la prueba de que el segundo libro es apócrifo: en el segundo libro se
inventa la expresión “economía política”, destinada a tener una gran
fortuna desde Adam Smith. Pero la economía política es manifiestamente,
según la cita anterior, una contradicción, y sobre todo una usurpación. A
través suyo la Ciudad se arroga el poder que pertenece propiamente a la
familia, le confisca su capacidad de operar, la reduce exactamente a un
proletariado. El término “proletario” viene de proles, la prole, y
remite a los que no tienen otra riqueza que sus hijos y sus hijas, en
espera de que la industria consiga quitarles también este último poder y
fabricar ella misma los niños.

Aristóteles prosigue su trabajo definidor afirmando que “las partes de la
familia (oikia) son el hombre (anthropos) y la posesión (ktèsis).” “Hombre” es un término genérico: por hombre se entiende
el hombre, la mujer, los hijos, los abuelos y los siervos. En cuanto a la
palabra κτῆσίς, aquí traducida con “posesión”, designa al mismo tiempo la
propiedad y la riqueza, pero ambas como fruto de un trabajo que puede ser
de adquisición o de conservación. Después Aristóteles cita un verso del
gran poeta fundador: “Se podría decir con Hesíodo que ante todo en primer
lugar hace falta una casa, luego una mujer y un buey de labor, porque la
casa (oikos) es una condición primordial para la subsistencia y el
resto es lo que conviene a los hombres libres”.

El hombre libre aquí no es el soltero, sino el marido de una mujer,
liberado de su individualismo y de su esterilidad. Y la mujer está colocada
en medio, entre la casa y los bueyes para arar. Feministas y románticos
podrían indignarse. Y sin embargo Hesíodo expresa perfectamente lo que está
implicado en la relación hombre – mujer como ecología primordial. Un hombre
no acoge a una mujer sólo en sus brazos, debe acogerla en una casa. Y con
ella, debe ser capaz de garantizar la subsistencia para ellos dos, para sus
hijos y para los padres ancianos, gracias al buey de labor, es decir a
través de la agricultura, la ganadería y la artesanía menor, porque el amor
plantea inmediatamente la pregunta por los alimentos, los vestidos, y dónde
habitar: acostarse con alguien presupone poderlo hacer en algún sitio, y
amar al otro es sin duda tener sentimientos fuertes y apasionados, pero
exige también en forma muy elemental tener con qué vestirlo y nutrirlo.
También el amor divino implica esta elementalidad: el signo de que Cristo
nos ama es que también se da a nosotros como Pan.

Es terrible ver jóvenes que se aman y que, bruscamente, porque el
romanticismo no les ha preparado para ello, descubren que su amor implica
toda una economía. Ciertamente perciben esto como una caída. Pero la caída
originaria supuso, al contrario, convertirse en una pareja sin economía:
para Adán y Eva, la caída supuso la pérdida de aquel Edén en el cual habían
sido colocados para cultivar la tierra y guardarla (Gn 2, 5 y 15). Su
matrimonio implicaba un jardín. La vida doméstica no se limitaba al salón y
al comedor. Exigía un campo.

Pero desde cuando la economía consiste en la dispersión de la familia y en
su sumisión al trabajo de oficina, se puede comprender que la necesidad de
establecerse aparezca a los jóvenes enamorados como una caída. La cuestión
económica se reduce a la cuestión financiera. El oikos ha cedido
el puesto a un pisito donde nos limitamos a consumir artículos producidos
por la industria – digamos, a planchar trajes prêt-à-porter mirando series
de televisión americanas -y es imposible ser verdaderamente ama de casa o
padre de familia. Es normal, entonces, que la mujer crea emanciparse cuando
trabaja para un jefe, y que el hombre, dentro de su propio machismo, esté
contentísimo de dejarle el puesto, pues ya ha tenido tiempo para perder
todo tipo de ilusión sobre el carácter liberatorio del trabajo de oficina.

Virgilio guió a Dante a través del infierno para llevarlo hasta el
purgatorio. Creo que si volviera hoy nos guiaría a través de los centros
comerciales para llevarnos hasta un huerto. No digo esto solo porque me
imagino que el infierno administre a sus habitantes excelentes navegadores
satelitales que les eviten de modo definitivo tener que preguntar el camino
a nadie. Lo digo porque la célebre bienaventuranza de Virgilio: Felix qui potuit cognoscere causas, “Feliz aquel que ha podido
conocer las causas” no se encuentra en un tratado de filosofía y ni
siquiera en la Eneida, cuando el héroe desciende al fondo del
Tártaro, sino en las Geórgicas, que celebran la agricultura (el
nombre del verso poético tiene su origen en el latín versus, que
designa en primer lugar la acción de dar la vuelta al arado al final del
surco).

¿Por qué conocer las causas pertenece a los campesinos antes que a la
metafísica? Es precisamente el autor de la metafísica, Aristóteles, quien
permite confirmar a Virgilio. En la definición aristotélica, la economía
está focalizada sobre la familia y la posesión, y la primera posesión es
proporcionada por la agricultura; por tanto, según Aristóteles, el
matrimonio y el trabajo de los campos no pueden ser disociados: “La
economía debe regular las relaciones del hombre con su mujer y determinar
la naturaleza de estas relaciones. En los cuidados de las posesiones hay
que seguir el orden de la naturaleza. Ahora bien, según este orden, el arte
de la agricultura viene antes de todos los demás; después, aparecen las
actividades que extraen las riquezas del suelo, como explotar las minas, la
metalurgia, etc. Pero la agricultura es mayor en el orden de la justicia; porque no es ejercida por los
hombres como una profesión arbitraria, como la de los mesoneros y los
mercenarios, ni como una profesión forzada, como la de los guerreros.
Añadamos a esto que la agricultura es mayor en el orden de la naturaleza; porque la madre proporciona a
todos el alimento natural; y la Madre común a todos los hombres es la
tierra”.

Allí donde nosotros, los postmodernos, colocamos el comercio por encima de
cualquier otra actividad, los antiguos ponían la agricultura, probablemente
porque conocían mejor la leyenda de Rey Midas y la imposibilidad de comer
el oro o el dinero. La agricultura era para ellos el oficio más noble.
Cicerón en el De officiis escribe así: “Entre todas las
ocupaciones de las que se puede sacar algún beneficio, la más noble, la más
fecunda, la más deleitosa, la más digna de un verdadero hombre y de un
ciudadano libre es la agricultura.” Por otra parte, “son indignas de un
hombre libre y sórdidas las fuentes de ganancia de todos los asalariados,
de quienes es recompensado el trabajo y no el talento, porque su propio
salario es el precio de una servidumbre”.

Hemos perdido la costumbre de ver en el campesino un hombre libre y noble,
porque hemos hecho del campesino un industrial y un comerciante
productivista, mendigo de subvenciones, de abonos químicos, de semillas
transgénicas, que teme no tanto la aleatoriedad de la meteorología como la
de la Bolsa mundial de las materias primas. En Francia nada parece más
difícil que el oficio de agricultor, y el número de suicidios entre los
mismos es muy elevado. Pero, como observa Chesterton: “El fracaso de un
cultivador de nabos de Sussex se reduce a menudo a venderlos y no a
comérselos.” Esto es de lo que se habla aquí, no de una explotación
agrícola incardinada en el comercio internacional, sino de una cultura
agraria que asegura la subsistencia de las familias o de esa asociación de
familias que es el pueblo.

A los ojos de Aristóteles y Cicerón, el campesino no es un eslabón de la
cadena industrial agro-alimentaria. Es el primer justo y el primer
conocedor de la naturaleza, y por lo tanto de las causas, en un modo
experimental y no conceptual. La agricultura aparece como la primera
justicia porque produce los alimentos sin los cuales los hijos de los
hombres no podrían vivir, y es sabido que Aristóteles no teme comenzar su
metafísica con ese sentido común campesino que le hace decir: Primum vivire deinde philosophari, primero asegurar las
necesidades de la vida y luego hacer filosofía (lo que asegura a la
filosofía su carácter de contemplación que va más allá de lo útil).

La agricultura no sólo es la primera actividad justa sino también la
primera actividad ajustada por la naturaleza, aquella que está “más en el
orden natural”, porque nos impulsa a operar a partir de una generosidad que
precede a nuestra ingeniosidad. Por esto nos remite intuitivamente de la
causa física a la causa metafísica, sea porque la generosidad no proviene
de nosotros (el crecimiento de la calabaza todavía no es completamente obra
de ingenieros) como porque ésta es precaria (el tiempo y la cosecha pueden
ser malas). La cultura de las calabazas, según Virgilio, conduce al culto
de los dioses: “Vosotros numi protectores de los campesinos […]
canto vuestros dones […]

y si no invocarás la lluvia con las oraciones , ay! Inútilmente mirarás
la gran cosecha de otros y consolarás el hambre en los bosques
sacudiendo el roble

!”

El primer intercambio no acontece entre los hombres, mediante el comercio,
sino entre el hombre y la naturaleza, es decir entre el hombre y la mujer y
entre el hombre y la tierra (por lo demás, como hemos visto con
Aristóteles, la tierra y la madre tienden a intercambiarse los atributos,
porque una y otra son portadoras de una fecundidad y de un alimento del que
nosotros no somos los autores). Si la economía tiene por objeto el
intercambio de las riquezas, deberá considerar en primer lugar el primer
intercambio del que hemos hablado antes. Perderlo de vista es perder el
conocimiento elemental de las cosas y consagrarse enteramente a un sistema
donde la riqueza se reduce al sueldo y la vida es proporcionada por la
tecnología.

Chesterton comenta así las palabras de Virgilio: “Lo que no va con el
hombre moderno que vive en las ciudades modernas, es que ignora las causas;
y es por esto que, como dice muy justamente el poeta, puede ser dominado
por los tiranos y los demagogos. No sabe de dónde proceden las cosas; es
similar a aquel empleado que dice que ama la leche que sale de una tienda
limpia y no de una sucia vaca. Cuanto más sofisticada es la organización de
la ciudad en la que vive, cuanto más sofisticada es la educación que ha
recibido, menos se asemeja al hombre feliz de Virgilio que sabía la causa
de las cosas. La civilización urbana puede resumirse en el número de
tiendas y de intermediarios a través de los cuales pasa la leche, desde la
ubre de la vaca hasta el consumidor; es decir, otras tantas oportunidades
de desaprovechar la leche, de adulterarla, de alterarla, envenenarla y
terminar estafando al consumidor.”

Se objetará que entre todos estos intermediarios también hay médicos y
dietólogos que se esfuerzan por hacer aplicar rigurosas normas sanitarias.
Se añadirá además que la gran distribución permite tener inmediatamente a
mano un cartón de leche, y que no es muy cómodo ir todas las mañanas a
ordeñar la propia vaca antes de ir a la oficina. Pero esta es precisamente
la mayor estafa, no el hecho de que la leche esté adulterada o que se venda
por debajo del precio justo, sino que ignoramos el tiempo y la paciencia y
el trabajo y el reconocimiento que hacen falta para obtener estas cosas, en
el hecho de que comamos lonchas de jamón sin haber tenido nunca la bondad
de nutrir y cuidar un cerdo ni el coraje de sacrificarlo con tristeza y
gratitud.

El mundo tecno-económico nos hecho entrar en un aparente inmediatez en la
que la única mediación visible es el dinero. Apretamos botones, sacamos la
tarjeta de crédito, y ¡hop! conseguimos la manduca lista y calentita. El
punto es que este mundo promueve sobre todo las relaciones pulsionales. Y
es normal, en este contexto, que la relación hombre-mujer, arrancada a su oikos y sometida al supermercado, esté ella misma a merced de las
pulsiones, de la impaciencia y de las últimas novedades.

El oikos es al mismo tiempo el lugar de la familia y del trabajo
de los campos porque es el lugar de la relación con el origen, con las
causas naturales. Este es el sentido en el que se puede hablar de familia
como célula básica de la sociedad. No sólo porque produce los hijos, es
decir, los futuros empleados de las multinacionales, en cuyo caso sólo
sería un proletariado en sentido estricto; sino porque es en ella donde se
juega la articulación de la naturaleza y la cultura, y es por lo tanto un
modelo de técnica y de economía que no aplasta, sino que acoge y realiza el
dato natural. En este modelo, la comadrona es más honrada que el
especialista en ortogenética. Y el campesino se configura como más esencial
que el banquero.

Es ahora cuando resulta clara la relación entre el llamado matrimonio gay y
la hegemonía industrial. No niego que un hombre pueda estar enamorado de
otro hombre. Pero la gran diferencia con el amor entre un hombre y una
mujer es que este amor homófilo es antifísico, (por citar un
adjetivo del príncipe de Ligne, amigo de Casanova) o espiritualista o
sofisticado. Es el amor que conviene perfectamente a las condiciones de
vida impuestas por la industria de la innovación y por la fábrica de los
niños-probeta. Diría también que es la apoteosis del romanticismo. Al
contrario, cuando un hombre ama a una mujer, no sólo están en juego su
deseo individual o sus imaginaciones particulares: con su deseo humano él
hace suyos todos los ímpetus de la animalidad sexuada, lleva consigo la
líbido del lobo y del gallo, la danza nupcial del cangrejo violinista, la
del puercoespín, los florones de arena confeccionados por el pez globo para
seducir a su compañera… que la unión con el otro sexo esconda algo de común
con las plantas y los animales es una gracia que precisamente confiere al
hombre su dimensión cósmica.

El matrimonio es el hecho cultural por excelencia, porque se hace cargo de
la naturaleza en una palabra precisa, porque construye sobre un dinamismo
natural, y no, como los tecnócratas, a partir de la aplicación de una
teoría. En este sentido, el matrimonio está al principio de una ecología
integral y de una economía sana, por poco que sea consciente de sí mismo
conservando su autonomía, manteniéndose como el primer lugar de producción
y no sólo como un lugar de consumos comerciales, renovando la alianza con
el jardín, la granja y el huerto.

Algunos no tardarán en considerarme demasiado nostálgico o demasiado
utópico. ¿No he tomado a los antiguos como modelo? ¿No he contemplado una
posibilidad que parece ir en sentido contrario al de nuestra sociedad?
Probablemente sí. Pero la nostalgia no es siempre mala, si añora algo que
era verdaderamente bueno. Y la utopía puede ser buena si nos impide
resignarnos ante el mal.

Ante todo, no deseo regresar a los tiempos de los griegos o los latinos.
Por una parte, su visión del mundo se apoyaba en gran parte en la
esclavitud, y también en un principio de exaltación del papel del
especialista. En su Económico, Jenofonte no teme hacer decir a
Sócrates que un experto en ciencia económica podría ser mejor que un padre
de familia para gobernar la casa a cambio de un sueldo. De los griegos y
los latinos he retenido solamente lo que me parecía humano, adecuado a
todas las épocas.

Pero es cierto que nuestra época es tentada por la fuga de lo humano. En
esta atmósfera, la acusación de utopía está como vuelta al revés. Ya no
apunta a condenar a uno que proyecta un mundo ideal y futurista, sino al
que recuerda un mundo totalmente real y antiguo. El post-humano de nuestra
época nos dirá que es absolutamente imposible ser carpintero, o viñador, o
pastor. Que son cosas totalmente inverosímiles, aunque es posible toparse
con el ciborg en la esquina de la calle o en la pantalla táctil. Este tipo
de utopismo lo hago mío con mucho gusto. Porque es el de la humanidad
simple en la época de la ultra-sofisticación. Y más aún es el de la Sagrada
Familia –Agia oikogeneia. La familia de Nazaret realiza totalmente
el oikos de que hablo y mi única originalidad es mostrar que no es
sólo un icono de la santidad, sino también un ejemplo de sana economía.

En conclusión, quiero recapitular brevemente nuestro itinerario. Ivan
Illich afirma que el postulado “unisex” es “la característica antropológica
decisiva que distingue nuestro tiempo de todos los demás” y conecta este
postulado a la axiología del paradigma tecno-económico. De aquí hemos
deducido que la relación entre hombre y mujer no puede desarrollarse sin
cuestionar este paradigma y reorganizar en torno a sí la oikos
capaz de sostenerla contra todo “individualismo romántico” -son palabras de
Papa Francisco-. La familia aparece entonces como el núcleo duro de la
ecología integral, porque es el primer lugar donde la naturaleza se abre al
estupor y a la práctica atenta, a través de la conyugalidad y la
procreación; pero hemos insistido también en el hecho de que la solidez de
este núcleo depende de una reapropiación por parte de la familia de su
capacidad económica de disfrutar de lo que ella misma produce mientras la
economía comercial debería tener sólo un papel complementario y no
exclusivo.

No estoy haciendo la apología de los Amish. Recojo sobre todo las tesis del
distribucionismo inglés, realizados a principios del siglo XX por
Chesterton y Hilaire Belloc. El distribucionismo, a igual distancia del
comunismo y del capitalismo, quería prolongar la encíclica Rerum novarum defendiendo la pequeña propiedad familiar, con la
mutualización de los bienes entre las familias, la reintroducción de
pequeñas parcelas agrícolas y de las corporaciones de los artesanos. El
objetivo era que hubiera menos capitalismo y más capitalistas. Porque el
problema no es sobre todo el de la distribución de los bienes ni de la
equidad de los sueldos, sino el de la distribución del mismo capital y de
la subsidiariedad de los medios de producción.

Ya no estamos en los tiempos de la Rerum novarum, sino en los de
la Laudato si’. La cuestión adquiere otra dimensión y se trata de
luchar no sólo para no convertirse en inhumanos, sino sobre todo para
seguir siendo humanos, sobre una tierra que sea habitable, es decir, digna
de ser celebrada como en las Geórgicas. El Papa Francisco constata que “la
degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente
unidas” y que “cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda
indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla
absoluta.”

Ahora, la acogida de lo que es frágil y natural se realiza en primer lugar
en la familia mediante el recién nacido que relanza el drama al mismo
tiempo doloroso y feliz de la humanidad. Este recién nacido, en su misma
vulnerabilidad, nos manda que nos hagamos cargo de la creación, porque es
su cuna, entre el buey y el asno. El pequeño en su pesebre recibe en primer
lugar la adoración de los pastores. Reclama el Arca y no el Titanic.
Reinventa el oikos y nos invita así a una ecología que no es una
ideología sino nuestro pan cotidiano.

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