¿Por qué las teleseries influyen tanto en los jóvenes? Para responder
adecuadamente a esta cuestión, hay que tener en cuenta dos aspectos que
confluyen en la contemplación de esos productos audiovisuales: la
“autoridad social” que hemos conferido a las series y la “transferencia de
personalidad” que los jóvenes desarrollan cuando las consumen.


La “autoridad social” de las teleseries

Quizás la culpa sea nuestra. Ante la desorientación de los padres
(o su indiferencia ante los valores, o su actitud permisiva), los
jóvenes están concediendo más autoridad epistemológica
(cómo es la familia) y más autoridad deontológica (cómo
debe ser la familia) a los modelos que plasman las teleseries que a
los valores aprendidos en clase o en las conversaciones con sus
padres. En la actual crisis de valores que afecta a la educación
(escuelas que se limitan a instruir en vez de educar, familias que
renuncian a su misión educativa), es la ficción audiovisual (cine y
televisión) la que les dice cómo es la familia “normal”, cómo deben
ser las relaciones entre padres e hijos, y qué grado de compromiso
tienen unos y otros en el proyecto familiar. Más aún: le dicen lo
que está bien y lo que está mal, qué deben hacer para alcanzar una
vida plena, y cómo deben entender el noviazgo o cómo lograr la
felicidad.

Los modelos de familia de series como Aquí no hay quien viva o Los hombres de Paco (familias rotas, con segundos o terceros
matrimonios; infidelidades conyugales en cada capítulo, exaltación
constante de la homosexualidad), unida a la promiscuidad familiar de Los Serrano o 90-60-90, y a la fuerte carga sensual de
muchas series para adolescentes (como El Pacto, El Internado o Física y Química) les parecen hoy a los
jóvenes más reales y auténticas que el cariño y la entrega que han visto en
su propia familia. Aunque las series sean pura ficción, ellas tienen
actualmente más “autoridad” sobre lo que es y debe ser la familia que el
ejemplo vivido en su hogar durante años y años.


“¿Qué me van a decir mis padres sobre lo que debo o no debo hacer con
mi novio?”

, llegan a pensar muchas chicas adolescentes.

“¡Si yo ya sé lo que es el noviazgo! ¡Si yo lo he visto, lo he
vivido!”.

En realidad lo ha visto y lo ha “vivido” en las series. Y eso, que es pura
ficción, se le antoja más real –y más definitorio de lo que debe ser su
pauta de conducta- que lo aprendido en casa y en el aula.

¿Por qué sucede esto? Entre otras cosas, porque muchos padres transmiten un
modelo de familia en el que parecen no creer en absoluto: lo transmiten sin
apenas convicción, ni alegría, ni entusiasmo; sin especial entrega y
–desgraciadamente- no siempre con una clara coherencia de vida.

La “transferencia de personalidad”

El cine y la ficción televisiva tienen una enorme capacidad seductora: nos
transportan a otro mundo, nos invitan a soñar y nos hace ver la realidad de
otro modo. Hasta nos hace vivir otras vidas sin salir de la sala de estar o
del patio de butacas. Esta capacidad de “fascinarnos”, de evadirnos de
nuestro mundo y transportarnos a otro es la situación que Woody Allen
plasmó—metafóricamente— en la película La rosa púrpura del Cairo (1985).

Como Cecilia (Mia Farrow), la protagonista de ese filme, todo espectador
siente también una llamada a “meterse” en la historia que ve en la
pantalla. Si el argumento es bueno y cautivador, el espectador “se olvida”
de que está viendo una ficción y asume esa historia como una experiencia
que está “viviendo” en ese instante. Es decir, se siente impulsado a cruzar
el espacio que le separa de la pantalla y adentrarse en otro contexto de
valores. Con su imaginación, entra en el mundo de la ficción
cinematográfica y experimenta en sí las emociones que viven los personajes:
se alegra, se entristece o se enamora con el protagonista, y hace vida
propia sus inquietudes y proyectos.

Este proceso de simpatía con los personajes es conocido en la industria
cinematográfica como “transferencia de imagen o de personalidad”, y se
alcanza cuando el espectador se pone en lugar del personaje, asume sus
ideales y siente con sus emociones. Cuando se da la identificación —cosa
que no ocurre siempre, pero que es más frecuente en los jóvenes y
adolescentes—, el espectador tiende a reducir las diferencias de actitud y
de convicción porque desea parecerse lo más posible a él. Si los personajes
de una teleserie (“Física o Química”, “El Pacto, “ Los Serrano”) aprueban las relaciones sexuales durante el
noviazgo, los adolescentes que las vean tenderán a identificarse con esos
deseos; si el protagonista de un filme siente rechazo al compromiso
matrimonial, el espectador lo sentirá también (al menos, durante el filme);
y si un “personaje carismático” cae en el adulterio movido por el
sentimiento amoroso hacia una mujer, el espectador lo aprobará también emocionalmente, aunque sus convicciones vayan por un camino
totalmente distinto.

Ese deseo de identificación suscitado por la trama acaba por minimizar las
diferencias en la escala de valores, al menos durante la proyección. Porque
no puedo identificarme con el protagonista —seguir la historia a través de
sus ojos— y, al mismo tiempo, cuestionar sus ideales o sus comportamientos.
Si el protagonista es infiel a su mujer (pero la historia justifica esa
infidelidad por un “sentimiento verdadero”), o si miente para conseguir
escapar (y así llevar a cabo su proyecto en favor de los demás); es decir,
si la historia me arrastra, es muy posible que acabe asumiendo esas
conductas como “auténticas” y acabe comulgando con ellas. Al menos, durante
la proyección.

Esta transferencia de personalidad – popularmente conocida como
“identificación”- resulta especialmente fuerte cuando hay una previa
sintonía con el actor protagonista. Si una espectadora, por ejemplo, adora
a Tom Cruise, cuando le vea en una película tenderá a querer todo lo que él
quiere y a detestar todo lo que él detesta. Y si un espectador siente
atracción por Scarlett Johansson, tenderá también a identificar sus
emociones con las de ella, buscando una sintonía en las actitudes, los
temas y los comportamientos asumidos por su personaje en la película.
Emocionalmente, llega a comulgar con esos planteamientos, sobre todo si su
formación es escasa o sus convicciones son superficiales.

Una cosa está clara. La “autoridad social” de las teleseries y la
“transferencia de personalidad” con personajes carismáticos se ven
fuertemente atenuadas y matizadas cuando los padres han sabido ganarse el
cariño y la autoridad de sus hijos. Si hiciéramos partícipes a nuestros
hijos de la tarea maravillosa que es para nosotros formar una familia, del
gustoso sacrificio que hemos puesto en traer hijos al mundo y educarlos, de
la importancia de nuestra misión como padres – la más importante de nuestra
vida – probablemente ellos amarían también nuestro modelo de familia; y
concederían menos autoridad a las teleseries porque compartirían con
nosotros la ilusión de crear un hogar y de entregarse por amor en un
compromiso matrimonial que llena de sentido toda la vida.

Alfonso Méndiz Noguero (Universidad de Málaga. Espana)

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