¿Es realmente la vejez la edad en la que todos deben arriar velas, como
decía Dante Alighieri?

Sabemos bien que el mundo occidental está envejeciendo.
Los expertos nos dicen que el número de hijos sigue disminuyendo, mientras
que el número de personas mayores está aumentando. Y, sin embargo, este
hecho, que debería hacernos más sensibles y hacernos pensar en un mundo más
acogedor para todos, contrasta con la cultura del beneficio que distingue
nuestra época, en la que los ancianos, no siendo ya productivos, se
convierten a menudo en una carga para la sociedad y la familia. Si, además,
la persona mayor está gravemente enferma, la combinación se hace aún más
pesada.

Hace poco perdí a mi padre, que tenía 91 años y llevaba diez años enfermo
de Parkinson, de los cuales los últimos cuatro los pasó prácticamente
inmóvil. Sé lo difícil que es aceptar la enfermedad de un ser querido, lo
agotador que es cuando la enfermedad avanza y todas las funciones se
detienen, cuando sólo consigue mirarte, cuando ya no es capaz de decir una
sola palabra. Conozco la tentación de escuchar esa voz que, cada vez con
más ímpeto, se alza en tu corazón una pregunta: «¿qué sentido tiene?»

Y él mismo me dio la respuesta, llevando en silencio su enfermedad y
enseñándome que el sentido de su vida era su propia presencia. Sí, tú vales porque estás ahí, porque existes.

La vejez: ¿derrota del hombre o edad de oro?

Según los dictados de la cultura del descarte en la que estamos inmersos,
una vida anciana y enferma no sólo no produce, sino que es una carga de la
que hay que deshacerse cuanto antes. Las personas mayores son frágiles, y
si están marcadas por la enfermedad lo son aún más, y pueden sentir el peso
de la soledad. Nos da miedo la fragilidad, no la aceptamos, porque no se
corresponde con los estándares de eficacia que el mundo nos exige. Nos
afanamos en perseguir la eterna juventud y muchas personas se someten a
todo tipo de acciones para alargar su vida. Es evidente, pues, que la vejez
es vista como una derrota del hombre, una rendición frente al tiempo.
Tratemos de considerarla, en cambio, como una fase de la vida que adquiere
un valor inestimable, como ocurre con los objetos antiguos, que nadie se
atrevería a tirar.

Aquí es donde entra la dolorosa realidad de la eutanasia activa, esa práctica ahora legalizada en varios
países del mundo, que, bajo el disfraz de permitir que cada uno «sea dueño
de su propia vida» o que lo haga «por su propio bien», permite a los
ancianos, a los enfermos o a los que están cansados de vivir, tomar un
medicamento que les acompañe «suavemente» hacia la muerte. En lugar de
preguntarnos cómo y dónde encontrar el sentido de una vida que
aparentemente no tiene sentido, para después proteger y mejorar la vida en
cada etapa, nos preocupamos por legalizar la muerte. A pesar de todo, en
los ojos de mi padre, aunque agotado por la enfermedad e incluso con sus
desánimos, siempre he visto un deseo de futuro y una petición de compañía y
de ayuda, así como una gratitud infinita. No debemos ignorar la enfermedad,
el sufrimiento y la soledad de nuestros mayores, pero la solución no es
procurar un salvoconducto hacía la otra vida, sino ocuparse de ese
sufrimiento físico y psíquico.

Sufrimiento y enfermedad: un posible sentido

Pero volvamos a la pregunta crucial: ¿qué sentido tiene la vida de un
anciano, que además está enfermo? Podríamos encontrar una respuesta
reflexionando sobre el ser humano como criatura que se encuentra en la cima
de la escala jerárquica de la naturaleza. La visión cristiana añade una
base trascendente: el hombre es imagen de Dios, por lo que la dignidad de
la persona es un valor intrínseco y permanente, que no depende de
estándares preestablecidos de belleza y eficiencia física y psíquica. El
sufrimiento y la enfermedad no carecen de sentido, sino que dan a la vida
esa posibilidad de sentido que la hace única y singularmente preciosa.
Porque

el sentido de la existencia de alguien deriva del simple hecho de
existir y no de las cualidades o capacidades del sujeto que lo posee

. En efecto, es fácil reconocer la belleza, el sentido y la dignidad en una
persona joven y sana, pero el riesgo es que resplandezcan la belleza, el
rendimiento y la salud, mientras que es precisamente en el anciano enfermo,
en su humanidad desnuda, donde emerge y brilla la belleza del ser humano:
en sus arrugas, en sus heridas, en su inmovilidad, en su dependencia. Al
igual que la perla sale de la concha,

la frágil vejez revela la belleza y la dignidad inherentes en lo más
profundo del ser

. Así pues, los ancianos enfermos nos permiten reconocer en

su vulnerabilidad la raíz de la belleza del valor de la vida humana

, y descubrimos que, en la dependencia mutua, encontramos el sentido de la
vida, que es cuidarnos unos a otros hasta el final. Compañía, ternura y amor. Es el antídoto contra la cultura
del descarte y la muerte.

Para confirmarlo, relato una de las últimas cosas que, con gran esfuerzo,
me dijo mi padre una tarde que mis hermanos y yo estábamos casualmente
todos en su casa: «¡Hoy estoy muy feliz!» y mientras yo, hija de esta
sociedad, en mi interior pensaba cómo alguien que está inmóvil en una cama,
lleno de llagas y dolores, puede estar feliz, añadió: «¡Porque hoy estáis
todos aquí!»

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