Sherry Turkle.

Alone Together. Why we expect more from technology and less from each
other

. Basic Books, New York 2011.

¿Qué relación mantengo con mi ordenador cuando leo este artículo? ¿Cuántos
e.mails respondo cada día? ¿Cómo trato de satisfacer las demandas cada vez
más exigentes de una tecnología que me exige estar en línea
permanentemente, que permite a los padres enviar 15 mensajes o llamar 15
veces al día a sus hijos, que posibilita a éstos de socializar
incrementando exponencialmente el número de contactos? ¿Qué evolución ha
sufrido nuestro modo de relacionarnos y de socializar con el desarrollo del
la tecnología y su papel en nuestras vidas? Encariñarse con un robot, con
un dispositivo móvil, con un ordenador o realizar actividades ordinarias
que presuponen estar conectados permanentemente on-line son situaciones de
la vida ordinaria del siglo XXI que exigen una reflexión sobre cómo la
tecnología afecta nuestra esfera social, nuestras relaciones.

Sherry Turkle, psicóloga y profesora de Social Studies of Science and
Technology en el MIT de Harvard (Boston), explora en este libro (después de The second Self , 1984, y Life on the Screen, 1995) cómo
las crecientes expectativas de la tecnología han multiplicado las
posibilidades de relaciones y contactos, disminuyendo su profundidad y
desarrollando un menor trato físico interpersonal, un mayor aislamiento.

El libro se divide en dos partes: “The robotic moment. In solitude, new
intimacies” (El momento robótico. En la soledad, un nueva intimidad
compartida) y “Networked. In intimacy, new solitudes” (Conectados. En la
intimidad compartida, una nueva soledad). El juego de palabras responde
precisamente a la intención del libro: explorar cómo la tecnología ha
tratado de resolver algunos problemas de soledad, de atención familiar o
médica y, al mismo tiempo, aun desarrollando ingentes posibilidades de
conectividad y de relación, ha provocado una gran soledad individual.

En la primera parte de la obra Turkle explica un estudio que ha realizado
con diferentes robots en la década de los 80, 90 y en los primeros diez
años de nuestro siglo: desde el Tamagotchy y Furby hasta Paro, Kismet o
Cog, aunque se trata de robots muy diversos con funciones muy distintas, no
siempre al mismo nivel. La autora ha estudiado la relación que se establece
con los robots, especialmente en dos ámbitos que requieren soluciones a una
soledad no deseada: la esfera educativa de la infancia a través de los
juguetes inteligentes y la esfera médica de personas que no pueden valerse
por sí mismas o pasan mucho tiempo solas, principalmente personas mayores o
enfermas. En estos dos ámbitos el desarrollo tecnológico ha mejorado las
prestaciones de los robots, generando en quienes los utilizan una relación
especial diferente a la mantenida con las tradicionales muñecas y juegos
tradicionales, o con los asistentes médicos (en el caso de enfermos): las
semejanzas de los robots con los seres humanos generan una relación
especial que va más allá de la auto-proyección y que pueden procurar alivio
en las personas que se sienten solas o crear la sensación de compañía en
las ancianas. El problema de fondo, señala la autora, es que la soledad y
la necesidad de relación en ambos casos tienen una raíz humana: la falta de
atención, de cariño y de tiempo. Nunca un robot podrá sustituir a las
personas porque no puede amar o acompañar en el sentido más profundo del
término, no puede ofrecer un amor gratuito, una atención desinteresada, una
donación no programada sino libre, humana.

En la segunda parte del libro
la autora analiza a través de decenas de entrevistas y comportamientos, el
modo en que la tecnología ha cambiado las relaciones entre las personas,
gracias a Internet, al e.mail, a la posibilidades creadas por Second Life,
a los dispositivos móviles y a las redes sociales. Las enormes
posibilidades de enriquecimiento personal y de eficacia laboral abiertas
para facilitar la vida a miles de millones de personas, no siempre han
tenido efectos positivos: la clave está en el modo de incorporar la
tecnología a nuestras vidas.

Turkle explica los condicionamientos laborales de estar siempre conectados,
que pueden generar graves problemas familiares, y analiza algunos efectos
de las nuevas tendencias en los adolescentes: han crecido encadenados a la
tecnología y conforme pasa el tiempo, la formación de la propia identidad,
de su yo, sigue procesos diversos a los de las generaciones precedentes
porque viven de otro modo la autonomía de los padres, y dedican menos
tiempo a las relaciones interpersonales con presencia física o vocal
(teléfono): prefieren el envío de mensajes o las redes sociales porque es
más fácil ejercer un control emocional y temporal sobre los textos
escritos, que se presentan aparentemente como menos vulnerables y menos
imprevisibles, capaces de dar una mejor imagen. El problema es que los
mensajes y las redes sociales crean una “etiqueta social”, nuevas reglas de
relación que a su vez desarrollan una fuerte presión desde la red a la
realidad: necesidad de estar disponibles para ser contactados, los tiempos
de respuesta habituales, la tiranía de un perfil virtual diseñado
cuidadosamente para parecer mejores al que luego debemos ajustarnos en la
vida real, la frecuente actualización del perfil si no deseamos quedar
marginados, o el hecho de poder quedar atrapados en el futuro (profesional,
familiar…) por culpa de nuestro pasado (inconsciente) en las redes
sociales… La tecnología diseñada para facilitar la vida podría así
tiranizar la existencia precisamente porque quienes la utilizan lo
permiten. No son infrecuentes casos de “stress” relacional entre gente
joven o adulta.

La autora no demoniza los adelantos tecnológicos, consciente de su riqueza,
y de las enormes posibilidades de conectar a personas solas, con poco
tiempo, o fortificar relaciones entre personas distantes, o permitir una
mayor eficacia en el trabajo y en los servicios que se ofrecen a la
sociedad. Sin embargo, analiza algunos de los problemas generados por los
usuarios mismos: uno de ellos es el uso de la tecnología por parte de los
adolescentes. Algunos muchachos maltratan verbalmente a sus compañeros de
escuela, o algunas adolescentes se permiten perfiles y relaciones virtuales
que son más “desenfadas” e íntimas que en la realidad porque piensan que
muchos de quienes les ven nunca les conocerán en la vida cotidiana y porque
desean llamar la atención sobre ellas, aunque sea de personas desconocidas…
Otro ejemplo es el de muchos adultos multitasking, siempre
conectados, que dejan que la red decida las prioridades de su existencia y
dedican poco tiempo real a sus hijos o sus cónyuges, generando muchas
frustraciones sentimentales y problemas psicológicos; la dificultad añadida
en este caso es que no están en condiciones de educar a los hijos y
exigirles un buen uso de la tecnología porque ellos son los primeros en no
saber utilizarla con sobriedad.

La clave del libro parece ser la necesidad de utilizar la tecnología de
modo adecuado a nuestra condición humana, de acuerdo con la edad y las
situaciones personales. Sin embargo, la autora, a pesar de subrayar la
dimensión humana personal, no ofrece propuestas educativas para adultos o
adolescentes que permitan incorporar la tecnología de modo equilibrado a
nuestras vidas ni criterios éticos en el modo de cultivar las relaciones
virtuales.

Otro de los límites del libro es la base empírica: Turkle menciona los
estudios realizados con decenas de entrevistas en diversas escuelas,
universidades, hospitales y residencias de ancianos, pero no explica en
profundidad el método, ni la representatividad de las muestras, también
porque corresponden a estudios realizados en diversos periodos de tiempo
con personas de edades muy diversas. En la primera parte muchas entrevistas
corresponden a niños de 5 a 13 años y a personas ancianas o enfermas. En la
segunda se trata sobre todo de adolescentes o adultos en situación laboral.
Eso hace que las afirmaciones de los entrevistados “funcionen” de modo
lógico-cualitativo, presentadas en función de las ideas, pero todas al
mismo nivel, pudiendo crear una idea dispersiva y no del todo clara,
también porque se mezclan con conversaciones mantenidas en una clase o en
otros contextos. No está claro, por ejemplo, los motivos que llevan a unir
las afirmaciones de una adolescente con las de un empleado o un estudiante
universitario, o con las de una persona con problemas psicológicos.

Otro aspecto mejorable es el deseo de no entrar a cuestionar éticamente los
comportamientos, la naturaleza o los contenidos de las relaciones que se
generan a través de la tecnología. En realidad muchas afirmaciones de
adolescentes y niños con padres ausentes o de adultos con dificultades
relacionales o de confesiones anónimas en la web, apuntan a la necesidad de
afrontar la dimensión ética y una apertura que va más allá del mundo físico
y de las sensaciones porque están en juego conceptos como familia, amor o
intimidad. La autora no hace referencia a la trascendencia, pero parece
intuir esta necesidad de apertura cuando realiza una vaga referencia al más
allá desde la fe judía.

Por último, cabe señalar como límite que algunos productos tecnológicos de
los que se habla con entusiasmo (como Furby o Second Life) han tenido una
influencia pasajera o han perdido gancho comercial en los Estados Unidos y
en Europa, por lo que no estamos seguros si deben tratarse como fenómenos
del pasado o del presente.

El libro es interesante y realiza un análisis actual y pegado a la
realidad. La autora es consciente de que no es posible dar marcha atrás en
papel que la tecnología juega en nuestras vidas. La clave está en definirlo
de acuerdo con nuestras prioridades vitales, pero… ¿Cómo?

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